miércoles, 6 de febrero de 2013

Capítulo 33: De ahí en más...


De ahí en más…
(2012)
A Miguel Gómez se lo tragó la tierra (o mejor dicho, el Río de la Plata). Pero la verdad, es que a nadie, incluidas su esposa e hija, pareció interesarle demasiado el tema, por lo que las investigaciones sobre su desaparición no prosperaron.
En cierto lugar de Holanda, del cual nadie quiere acordarse, los frasquitos de supuesto Domabrol encontraron su destino final, convertidos en exclusivas drogas de diseño.
Divar fue nombrado Director General de los laboratorios.
Flavia continúa  como propietaria de la mejor cadena de spas de todo el Caribe, mientras Gonzalo Latuada esconde su pasaporte con muchos sellitos caribeños cada vez que su esposa anda cerca.
Héctor Santillán y Ortega continúan felizmente unidos. Eso sí, se tratan de “usted”…
Bernarda y Fernando han sido papás de cuatrillizos y sus talleres comunitarios crecen día a día. Fernando está postulado para las próximas elecciones como Concejal por City Bell.
La “gallega” tiene un micro en un canal de cable. En él sigue vaticinando que la generosa Argentina será la tierra del futuro. Es, además, una maravillosa abuela para los cuatrillizos, así como para los hijos de Bernarda, que fueron adoptados por Fernando. Ya no se le aparece a nadie, ni tiene gusanos como pelo. Ha dejado  también de levitar.
 ¿El chárter?  El chárter trucho ya es chatarra.

martes, 5 de febrero de 2013

Capítulo 32: 2007- El casamiento


2007- El casamiento
Los vecinos de City Bell no podían creer lo que veían. El cortejo llegó a la casa de Fernando a pie desde la capillita del Inmaculado Corazón de María.
La novia, de riguroso blanco, con una sonrisa enorme de dientes completísimos, del  brazo de un Fernando rejuvenecido, con un cuello absolutamente normalito, saludaba a diestra y siniestra. Detrás, iban Doña Deolinda, elegantísima en su traje violeta. La capelina cubría sus cabellos, que por ese día habían decidido desagusanarse. Iba flanqueda por Latuada, que hacía un enorme esfuerzo por disimular la aprehensión que su compañera le provocaba. Había aceptado el padrinazgo de la pareja porque estimaba mucho a Fernando, y no se había atrevido a despreciar la invitación.
Detrás, trajeados impecablemente, seguían los cuatro hijos de Bernarda, que, de ahí en más, vivirían en la casa de Fernando, la que había sido remodelada, modernizada y ampliada para la familia numerosa que formarían. La casa tenía ahora un cuarto con baño privado para la gallega, que también se integraría a la nueva etapa.
Las obras y la celebración habían sido costeadas por la patrona de Bernarda, que debió vender el piso para hacer frente a los reclamos y a las costas del juicio.
Las mesas se pusieron en el jardín ampliado por el terreno vecino, gracias a los buenos oficios del padrino que, en su último viaje al reducto caribeño cuyo matasellos apareciera en la carta recibida tiempo atrás, obtuvo un permiso especial de la vecina de Fernando  para esta especial oportunidad.  
Hubo fiesta para rato, y hasta se dieron el gusto de invitar a Clara y a Paulita, que, dicho sea de paso, se veían demasiado bien para ser viuda y huérfana de Miguel, respectivamente.
También Héctor, el chofer, fue de la partida. Fernando y Berna eran tan felices que se habían olvidado de los malos ratos que el cochino les había hecho pasar. Después de todo, si no hubieran tenido que defenderse de sus instintos, la tarde noche azul de “Las Virginias” nunca se hubiera concretado. Eso sí, Héctor había pedido permiso para asistir acompañado por su nueva pareja, en la ruta y en la vida: El Sargento Ortega estaba muy buen mozo en su uniforme, y no se cansaba de alabarlo delante de todo el que quisiera prestar oídos.
La fiesta sirvió también para inaugurar el primer centro comunitario en esa zona de City Bell. Estaba en el fondo de la casa de Fernando y ahí, él y la paraguaya iban a  armar talleres de artes y oficios  para muchos pibes de las zonas más pobres de La Plata.

domingo, 3 de febrero de 2013

Capítulo 31: La otra carta



La otra carta
Cuando Gonzalo Latuada abrió el sobre sin remitente, no podía creer lo que estaba leyendo. Pero ahí estaba. El matasello era de uno de esos paraísos rodeados de agua tibiecita y azul, en algún rinconcito del Mar Caribe. Y hasta hubiera jurado que el papel olía a J’Adore.
“Querido Gonzalo”, comenzaba. “Ya empezamos difícil”, se dijo el abogado, para quien cada palabra era trascendente.
“Te ruego absoluta reserva con respecto a cuanto leas en esta carta que te hago llegar, no sin un miedo tremendo por lo que pudiera ocurrirme. Lo único que no quisiera es desaparecer como han hecho desaparecer a Miguel. Me quedé atrás cuando íbamos juntos en busca de  nuestro futuro. Cuando Miguel se esfumó, no tuve otro remedio que continuar sola con el plan. Ya no había vuelta atrás.
Querría verte en persona, aunque sé que es demasiado pedirte que te llegues a este lugar, pero sé que siempre has sido un buen amigo (y me pareció que, tal vez, hubiéramos podido ser algo más). Si te decidís a venir puedo costear tus gastos. Ya me dirás si estás dispuesto. La manera de comunicarte es a Casilla de Correo…
Te espera, ansiosa,
Flavia”
Latuada comenzó a maquinar acerca de todas las alternativas que derivaban del hecho de que la uruguaya estuviera viva en algún paraíso caribeño. Se preguntaba quién y por qué había querido desaparecer a Miguel Gómez. Las palabras “plan” y “futuro”, en la carta de la rubia, daban a entender que lo ocurrido el día del piquete no obedecía solamente a la rabia por las constantes detenciones del chárter trucho sino a algo intencionado, con un propósito bien predeterminado, pero ella se decía ajena a la desaparición de Miguel e ignorante acerca de cómo había sucedido.
Recordó aquel día en que un investigador privado lo detuvo cerca de Tribunales. Recordó también, no sin melancolía, los días de asadito al compás de la Bersuit Vergarabat, los pies por debajo de la mesa y esa sensación de asignatura pendiente que le había quedado siempre con respecto a Flavia. Comenzó a preguntarse  quiénes eran los responsables de la ausencia definitiva del Ingeniero. Clara debía estar despechada si se había enterado del romance pero de ahí a “desaparecerlo”, no podía olvidar que era el papá de Pauli…
¿Flavia? Parecían tan enamorados y ella hablaba de que no había tenido otra alternativa más que seguir con el plan que tenían. ¿De qué plan hablaba? En estos pensamientos se encontraba cuando un gusano comenzó a asomar por la esquina superior derecha del porta papel secante del escritorio. Primero fue uno. Al rato, todo el papel secante se vio lleno de gusanos que enmarcaban el rostro desdibujado de doña Deolinda.
Eligió salir de la oficina, le dio vacaciones a sus ayudantes y no regresó por varios días para desconcierto de sus clientes. Especialmente de Fernando y Berna que necesitaban soluciones rápidas con respecto al despido de la paraguaya.
Cuando se animó a reabrir la oficina se encontró con una serie de mensajes en el contestador, en los que Berna le pedía celeridad en las gestiones. Iban a casarse. Y tenían un proyecto increíble para el que la indemnización les resultaría providencial. La voz de la muchacha, al otro lado de la línea sonaba entusiasmada. Latuada quedó pretrificado cuando se comunicó con la feliz pareja y se enteró de que contaban con la gallega como madrina de la futura unión.

sábado, 2 de febrero de 2013

Capítulo 30: No más chárter


No más chárter
Héctor estaba desolado. Y decir desolado es nada comparado con lo que sentía. Después del día de la toma de Doña Deolinda como rehén, su camioneta había sido confiscada. Y lo peor es que, cuando fue a verla, en una de las playas judiciales, de su pobre chárter trucho quedaba el esqueleto y poco más.
“¿Qué hago ahora?” Se torturaba. “¿Cómo me gano la vida? No es tan fácil a mi edad volver a comenzar. Ya tenía los clientes y mal que mal las cosas iban yendo un poco mejor. ¿Cómo pudieron estos tipos hacer lo que hicieron? Bueno, es cierto que entre el cabo Ortega y los piquetes no era vida pero igual, la gran puta, debieron aguantarse. Los piquetes son cosas de negros, no de gente que come bien todos los días. ¿Qué les habrá pasado a la uruguaya y al otro? ¿Se habrán rajado juntos con la excusa del tumulto?”
Masticaba todo lo sucedido parado en la esquina de Mitre y Laprida, en Avellaneda, cuando vio doblar la esquina de enfrente al cabo Ortega “de civil”, y cruzar la avenida a paso redoblado, hasta que lo tuvo encima.
“¡Carajo! ¿Por qué me tengo que encontrar a este tipo justo acá?”, pensaron los dos al mismo tiempo. Pero ya estaban frente a frente y fuera de contexto. La gente, cuando se encuentra fuera del lugar donde tiene por costumbre verse, suele quedar descolocada, como si no se tratase de las mismas personas. Éste fue el caso, lo que permitió que los dos hombres se sintieran hasta un poquito más humanos.
-¿Qué hace por acá, Cabo?- preguntó Héctor, dejando de lado todos los problemas que Ortega le había causado a puro pedido de coima durante tanto tiempo.
-Vengo a la Delegación, a ver si consigo refuerzos para los controles en la ruta. No doy más de estar solo o con un patrullero de vez en cuando con toda esa gente que vive para joder, ¿sabe?
-¿Falta personal?
-Mire, la verdad, no sé si falta personal o no me dan refuerzos a mí, pero así no puedo seguir. Estoy podrido de piqueteros y de todos los quilombos de la ruta.
-A mí no me lo diga, que me quedé sin laburo y sin mi herramienta de trabajo. En la playa de estacionamiento del Juzgado me desvalijaron lo que quedaba del chárter. Cuatro fierros me dejaron los hijos de puta.
-¿Y no pensó nunca en ingresar a la Fuerza?
-Ya no tengo edad para eso, me parece.
- No crea. Son tan pocos los que se postulan, que, capaz que lo toman. Si quiere, venga conmigo y por ahí lo hago entrar. Hace un año acelerado.
-Nunca se me hubiera ocurrido, pero si cree que tengo posibilidades…no pierdo nada con probar…
Comenzaron a caminar juntos. Como si jamás se hubieran enfrentado.
Mientras andaban, hacían conjeturas sobre el destino de los desaparecidos en el piquete.
-¿Se sabe algo de la rubita tetona?, preguntó Héctor.
-Hasta ahora no se supo nada de ninguno de los dos. Para mí que el tipo aprovechó la volada para escabullirse de la mujer y de la hija. No se debe haber animado a irse con la otra sin más ni más.
- La paraguaya perdió el trabajo también. La rajaron el mismo día del problema.
- Y, por lo que supe, en el Moyano, a la vieja la largaron en seguida. Al final no se resolvió nada de nada.
Llegaron a la delegación. Ortega presentó a Héctor a sus superiores, que miraron con desconfianza a su compañero. Hubo preguntas y un cierto menosprecio por la avanzada edad del postulante. Pero al final accedieron a entregarle un formulario de admisión.
Así fue como, al cabo de un tiempito, El Sargento Ortega y el Cabo Santillán comenzaron a controlar en la autopista a todos los que pasaban por ahí.
Y como eran dos, y uno más insoportable que el otro, los piqueteros cambiaron de lugar y los dejaron más tranquilos. Por otra parte, habían comenzado a recibir un poco más de ayuda. Y muchos, a trabajar de verdad. Ya  no tenían tanta necesidad de pelear el mango jugándose al enfrentar a la “autoridad” a cada paso.
Igual, para Ortega y Héctor,  a los que también, como a los  viajeros del chárter, les parecía ver a la gallega entre los pastos linderos a su móvil, “ésos que lo único que sabían era pedir y joder pero que rajaban del laburo en serio” no eran más que un “conjuntodenegrosdemierda”. Ellos, ellos eran “otracosa”. Aunque a simple vista, por lo menos, no se pudieran apreciar las verdaderas diferencias.
El chárter trucho, mejor decir  “lo que de él quedaba”, dormiría por mucho tiempo en la playa del Juzgado.

Capítulo 29: El consuelo



El consuelo
Habían salido del estudio de Latuada. Estaban muertos. Sí. Cansados de soportar tensiones, de sentirse quijotes, de tener que defenderse siempre. De Héctor y su uña lasciva, de la patrona, de las acusaciones de sedición, de la vida. Eso: de la vida, que por ser un poco menos truchos que otros los acosaba paso a paso.
Decidieron que Bernarda  avisaba a su chicos que por esa noche no regresaría, y se dispusieron a descansar en casa de Fernando.
El chalet, herencia de los padres, pertenecía a los cincuenta, al tiempo del Banco Hipotecario: living al frente, cocina al fondo, dos dormitorios y un baño. Muy cerca de la casa de Flavia, pero con ninguna pretensión comparándolo con la de la uruguaya. Pero eso sí: impecablemente limpio. Berna miraba los muebles claritos, con esas patas en diagonal tan fuera de moda, el combinado y los cuadros con marco de terciopelo rojo bordeados de dorado, y pensaba que no cerraban con la imagen pulcra y más moderna de su amor. Aunque ella mucho no sabía de decoración de interiores, tenía la casa de su patrona como referencia y hasta para una chica poco mundana y pobre como ella era evidente que la casa de Fernando estaba detenida en el tiempo. Era evidente que su único habitante no había tenido el menor interés en que su entorno reflejara algún deseo de vivir acorde con los tiempos. O con la elegancia de sus vecinos.
Fernando le indicó que se pusiera cómoda y los dos fueron derechito a la cocina. Sacó mate y bombilla de una de esas viejas alacenas con hojas de vidrio en la parte superior y, mientras la pava se calentaba en la hornalla de adelante de la cocina enlozada, Berna comenzó el rito de la yerba y azúcar, después de poner una de esas antiguas yerberas-azucareras de madera pintada sobre la mesa. Una de esas que solían encontrarse en casi todas las casas cuando la vida era mucho más simple y había tiempo para muchos mates, mientras la radio acompañaba la llegada a casa y el encuentro.
Había naranjas. Bernarda peló una bien finita, y puso parte de la cáscara lavada en el fondo de la calabaza. Después, la yerba, decantarla y un poquito de azúcar para el primer mate. El del zonzo. El más amargo. Iba a tomarlo ella, como siempre, pero Fernando lo reclamó para sí diciéndole:
“A partir de hoy, el primero será mío. Tenés que empezar a sentir que tenés derecho a cosas buenas…”
Los ojitos de la paraguaya brillaron casi tanto  como los pseudo azulejos de vidrio de la cocina. Eran verde agua con juntas negras anchas, anchísimas. Prehistóricos, pero tan brillantes que podían competir en relumbrón con cualquier revestimiento más actual.
Después de tantos líos: una tregua. Fernando no movía el cuello. Se limitaba a sorber despacito la dulzura naranja que la muchacha le alcanzaba con un gesto tímido pero lleno de cariño. Se renovó la yerba mientras cerraba la noche y el amor comenzó su ronda. Ya no era todo azul.
Esos cuerpos juntos después de la larga mateada pudieron hallar colores mansos para el  encuentro. Tal vez por eso,  el amanecer encontró a Bernarda con la cabeza acurrucada en  el hombro de su amor nuevo mientras soñaba mil y un sueños.
Eso sí: a ella también le pareció que la cabeza de Deolinda, solamente la cabeza, asomaba entre las sábanas.
Y se sintió acompañada. Y agradecida.

jueves, 31 de enero de 2013

Capítulo 28: ¡Corré, Flavia!


¡Corré, Flavia!
Estaban de acuerdo. Claro que se habían puesto de acuerdo.  El plan era tan simple que Miguel no dudó por un segundo en el momento de tomar a la gallega como rehén. Ese ardid les permitiría desaparecer dejando atrás un reguero de dudas y de intrigas. Si total, después de ese mal trago no volvería a verla nunca más. Ni a ella ni a Clara. Lo malo era que tampoco podría ver a Pauli. Pero donde pensaban refugiarse con la uruguaya iba a encontrar la forma de hacerle llegar a su hija lo que necesitara para que no le faltara nada. Claro, nada salvo su papá, que había decidido quemar las naves, arrastrado por unos cuantos gramos de dulzura siliconada y una ambición envidiosa de los “logros” de otros como Divar en materia de chanchullos. Porque ésa, ninguna otra, era la palabra adecuada. La ch de los quechuas servía para todo, hasta para definir como nadie la indecencia.
Por eso, porque se habían puesto de acuerdo, porque la rebelión les iba a servir de tapadera, corrían Flavia y Miguel entre los yuyos que flanqueaban la autopista.
Ella y él habían dejado la noche anterior un poco de ropa y los famosos frasquitos de  supuesto Domabrol en un bote con motor, escondido entre los juncales de un rinconcito de Quilmes, justo a la altura del peaje en el que los pasajeros del chárter se habían rebelado. El dinero grande y la libertad eran cuestión de días. Uruguay, papeles nuevos y una fortuna para disfrutar de a dos en algún punto del mapa de esos que con solo poner el dedo en medio del océano hacen soñar. ¡Lástima que cada tanto tuvieran la sensación de que la gallega estaba con ellos! Que giraba a su alrededor y que los gusanos de su pelo los  miraban con reproche. Pero ahuyentaron esas ideas porque habían visto a Doña Deolinda sumergirse en el chárter apenas pudo liberarse de Miguel y su navaja. Simplemente: era imposible. Y solo producto de algún resto de cargo de conciencia que les andaba dando vueltas.
Miguel iba adelante zigzagueando y Flavia lo seguía. Habían perdido papeles en la corrida y la uruguaya tuvo que volver atrás porque los zapatos se empeñaban en salir de sus pies como si no quisieran hacerse cargo de la situación.
“¡Malditos zapatos! ¡Ahora te alcanzo!”, se escuchó a la rubia. Miguel ni siquiera se dio cuenta de que la compañera quedaba rezagada hasta que vio aparecer a los tipos detrás de unos arbustos. ¿Qué hacían en ese lugar tan desolado? La buscó instintivamente pero no la vio y tuvo que enfrentar solo la situación. Enfrentar es una manera de decir. Mientras se desangraba metido en una bolsa, sentía cómo lo arrastraban por la tierra con las piedras que se clavaban en su espalda.
Después fue el río. Y nada más.
Deolinda Benítez, mientras tanto, era atendida en el Moyano. Ella sabía. Pero calló lo suficiente.

Capítulo 27: “Déjenlo en mis manos”


“Déjenlo en mis manos”
El estudio del Doctor Latuada estaba muy cerca de Tribunales. En una de esas calles de edificios de los años cuarenta con pequeños balcones de hierro negro torneado y zaguanes revestidos en mármol. La oficina no tenía nada de extraordinario pero el abogado detrás del escritorio enorme se veía importante. Berna observaba con curiosidad el juego de tinteros y papel secante y la lapicera color borravino con capuchón de oro, mientras sus ojitos daban vuelta alrededor de las cuatro esquinas de cuero que enmarcaban el papel verde, apenas manchado con alguna firma en espejo. Berna se preguntaba para qué servía ese objeto que para ella era desconocido. Para qué se necesitaban en estos tiempos esos elementos que parecían venidos de un museo.
“Déjenlo en mis manos”. Éso dijo Latuada cuando Fernando y ella le contaron sus cuitas algunos días después de que la patrona pusiera a la paraguaya en la calle. Latuada se estaba ocupando también de defender a todos los pasajeros del chárter trucho y a él mismo frente a las acusaciones de sedición a raíz del último episodio en el que se habían perdido Miguel y la uruguaya. “Este chárter trucho es una fuente de trabajo increíble” había pensado Latuada.
“Déjenlo en mis manos”. Repitió el abogado desde sus anteojos vidrio grueso, que completaban su imagen de autoridad y suficiencia.
Por suerte para él, los anteojos no dejaban traslucir sus pensamientos. Pero por las dudas salió un momento del despacho. Los viajes en la autopista en esos años compartidos y el último episodio, con la desaparición de Flavia y Miguel, habían hecho que los tres se sintieran en el mismo barco aunque provinieran de circunstancias tan diferentes. Latuada valoraba a Fernando. El excombatiente había sido siempre buena gente. Mucho mejor que él. Fernando, sin dobleces, íntegro, le recordaba cómo había sido él, el Doctor Gonzalo Latuada antes de los Tribunales y las entregas. Antes de los vamos y vamos y la soledad de estar casado por conveniencia. Antes de las piernas bronceadas de la uruguaya que, ahora, cuando su desaparición la volvía inalcanzable, se le antojaba más linda que nunca. El abogado se reprochaba a cada paso el no haberse atrevido a más en su momento, el haberle dejado el campo libre a Miguel. “Para qué”, se decía, “Debí actuar distinto”. “Fui un idiota”. “Y ahora no puedo arrancarla de mi cabeza y, lo que es peor, de mis deseos y de mi corazón.” “¿Dónde carajo se habrán metido  con el ingenierito?” Y así, mientras el monólogo lo acosaba sin salida y, lo peor, sin esperanza. Latuada volvió a la oficina para terminar de atender a sus nuevos clientes.
Acordaron que él se ocuparía de los reclamos de indemnizaciones por despido y que “sería considerado en cuanto a honorario aunque, qeneralmente, son los empleadores los que pagan”. La pareja se fue del bufet convencida de que habían hecho un buen trato.
-Vas a ver, Berna, que Latuada consigue  que la patrona te pague hasta el último centavo- aseguró Fernando siempre optimista.
-No sé, Fernando, a veces los abogados se arreglan entre ellos y la señora tiene muchos conocidos, pero ahora voy a tener que esperar y confiar mientras busco otro trabajo. Hoy la gallega estaba mejor y creo que se va a volver a su casa, así que desde mañana…
La cabeza de Fernando estaba más movediza que de costumbre. Eso le ocurría cada vez que una idea lo rondaba. “Estoy solo”, “ya tengo más de cuarenta y vivo bien”, “a quién tengo que rendirle cuentas más que a mi mismo” eran las variables.
-Mirá, Berna, estuve pensando que, si querés, podés venirte a casa con los chicos y lo del trabajo lo vamos viendo…
Se sentaron en un banco de Plaza Lavalle porque Berna comenzó a llorar. Primero suavecito y después a mares. Fernando la abrazó con ternura, mientras con el revés del dedo índice iba borrando las lágrimas.
-Venimos de mundos muy distintos, Fernando. No creo que lo que me decís tenga sentido.
Y, a decir verdad, eran muchas las cosas que no tenían sentido, comenzando por la desaparición de Flavia y de Miguel en medio de un momento que de tan absurdo los volvía locos cada vez que lo evocaban.