sábado, 2 de febrero de 2013

Capítulo 30: No más chárter


No más chárter
Héctor estaba desolado. Y decir desolado es nada comparado con lo que sentía. Después del día de la toma de Doña Deolinda como rehén, su camioneta había sido confiscada. Y lo peor es que, cuando fue a verla, en una de las playas judiciales, de su pobre chárter trucho quedaba el esqueleto y poco más.
“¿Qué hago ahora?” Se torturaba. “¿Cómo me gano la vida? No es tan fácil a mi edad volver a comenzar. Ya tenía los clientes y mal que mal las cosas iban yendo un poco mejor. ¿Cómo pudieron estos tipos hacer lo que hicieron? Bueno, es cierto que entre el cabo Ortega y los piquetes no era vida pero igual, la gran puta, debieron aguantarse. Los piquetes son cosas de negros, no de gente que come bien todos los días. ¿Qué les habrá pasado a la uruguaya y al otro? ¿Se habrán rajado juntos con la excusa del tumulto?”
Masticaba todo lo sucedido parado en la esquina de Mitre y Laprida, en Avellaneda, cuando vio doblar la esquina de enfrente al cabo Ortega “de civil”, y cruzar la avenida a paso redoblado, hasta que lo tuvo encima.
“¡Carajo! ¿Por qué me tengo que encontrar a este tipo justo acá?”, pensaron los dos al mismo tiempo. Pero ya estaban frente a frente y fuera de contexto. La gente, cuando se encuentra fuera del lugar donde tiene por costumbre verse, suele quedar descolocada, como si no se tratase de las mismas personas. Éste fue el caso, lo que permitió que los dos hombres se sintieran hasta un poquito más humanos.
-¿Qué hace por acá, Cabo?- preguntó Héctor, dejando de lado todos los problemas que Ortega le había causado a puro pedido de coima durante tanto tiempo.
-Vengo a la Delegación, a ver si consigo refuerzos para los controles en la ruta. No doy más de estar solo o con un patrullero de vez en cuando con toda esa gente que vive para joder, ¿sabe?
-¿Falta personal?
-Mire, la verdad, no sé si falta personal o no me dan refuerzos a mí, pero así no puedo seguir. Estoy podrido de piqueteros y de todos los quilombos de la ruta.
-A mí no me lo diga, que me quedé sin laburo y sin mi herramienta de trabajo. En la playa de estacionamiento del Juzgado me desvalijaron lo que quedaba del chárter. Cuatro fierros me dejaron los hijos de puta.
-¿Y no pensó nunca en ingresar a la Fuerza?
-Ya no tengo edad para eso, me parece.
- No crea. Son tan pocos los que se postulan, que, capaz que lo toman. Si quiere, venga conmigo y por ahí lo hago entrar. Hace un año acelerado.
-Nunca se me hubiera ocurrido, pero si cree que tengo posibilidades…no pierdo nada con probar…
Comenzaron a caminar juntos. Como si jamás se hubieran enfrentado.
Mientras andaban, hacían conjeturas sobre el destino de los desaparecidos en el piquete.
-¿Se sabe algo de la rubita tetona?, preguntó Héctor.
-Hasta ahora no se supo nada de ninguno de los dos. Para mí que el tipo aprovechó la volada para escabullirse de la mujer y de la hija. No se debe haber animado a irse con la otra sin más ni más.
- La paraguaya perdió el trabajo también. La rajaron el mismo día del problema.
- Y, por lo que supe, en el Moyano, a la vieja la largaron en seguida. Al final no se resolvió nada de nada.
Llegaron a la delegación. Ortega presentó a Héctor a sus superiores, que miraron con desconfianza a su compañero. Hubo preguntas y un cierto menosprecio por la avanzada edad del postulante. Pero al final accedieron a entregarle un formulario de admisión.
Así fue como, al cabo de un tiempito, El Sargento Ortega y el Cabo Santillán comenzaron a controlar en la autopista a todos los que pasaban por ahí.
Y como eran dos, y uno más insoportable que el otro, los piqueteros cambiaron de lugar y los dejaron más tranquilos. Por otra parte, habían comenzado a recibir un poco más de ayuda. Y muchos, a trabajar de verdad. Ya  no tenían tanta necesidad de pelear el mango jugándose al enfrentar a la “autoridad” a cada paso.
Igual, para Ortega y Héctor,  a los que también, como a los  viajeros del chárter, les parecía ver a la gallega entre los pastos linderos a su móvil, “ésos que lo único que sabían era pedir y joder pero que rajaban del laburo en serio” no eran más que un “conjuntodenegrosdemierda”. Ellos, ellos eran “otracosa”. Aunque a simple vista, por lo menos, no se pudieran apreciar las verdaderas diferencias.
El chárter trucho, mejor decir  “lo que de él quedaba”, dormiría por mucho tiempo en la playa del Juzgado.

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