No más chárter
Héctor estaba desolado. Y decir desolado es nada
comparado con lo que sentía. Después del día de la toma de Doña Deolinda como
rehén, su camioneta había sido confiscada. Y lo peor es que, cuando fue a
verla, en una de las playas judiciales, de su pobre chárter trucho quedaba el
esqueleto y poco más.
“¿Qué hago ahora?” Se torturaba. “¿Cómo me gano la
vida? No es tan fácil a mi edad volver a comenzar. Ya tenía los clientes y mal
que mal las cosas iban yendo un poco mejor. ¿Cómo pudieron estos tipos hacer lo
que hicieron? Bueno, es cierto que entre el cabo Ortega y los piquetes no era
vida pero igual, la gran puta, debieron aguantarse. Los piquetes son cosas de
negros, no de gente que come bien todos los días. ¿Qué les habrá pasado a la
uruguaya y al otro? ¿Se habrán rajado juntos con la excusa del tumulto?”
Masticaba todo lo sucedido parado en la esquina de
Mitre y Laprida, en Avellaneda, cuando vio doblar la esquina de enfrente al
cabo Ortega “de civil”, y cruzar la avenida a paso redoblado, hasta que lo tuvo
encima.
“¡Carajo! ¿Por qué me tengo que encontrar a este
tipo justo acá?”, pensaron los dos al mismo tiempo. Pero ya estaban frente a
frente y fuera de contexto. La gente, cuando se encuentra fuera del lugar donde
tiene por costumbre verse, suele quedar descolocada, como si no se tratase de
las mismas personas. Éste fue el caso, lo que permitió que los dos hombres se
sintieran hasta un poquito más humanos.
-¿Qué hace por acá, Cabo?- preguntó Héctor,
dejando de lado todos los problemas que Ortega le había causado a puro pedido
de coima durante tanto tiempo.
-Vengo a la Delegación, a ver si consigo refuerzos
para los controles en la ruta. No doy más de estar solo o con un patrullero de
vez en cuando con toda esa gente que vive para joder, ¿sabe?
-¿Falta personal?
-Mire, la verdad, no sé si falta personal o no me
dan refuerzos a mí, pero así no puedo seguir. Estoy podrido de piqueteros y de
todos los quilombos de la ruta.
-A mí no me lo diga, que me quedé sin laburo
y sin mi herramienta de trabajo. En la playa de estacionamiento del Juzgado me
desvalijaron lo que quedaba del chárter.
Cuatro fierros me dejaron los hijos de puta.
-¿Y no pensó nunca en ingresar a la Fuerza?
-Ya no tengo edad para eso, me parece.
- No crea. Son tan pocos los que se postulan, que,
capaz que lo toman. Si quiere, venga conmigo y por ahí lo hago entrar. Hace un
año acelerado.
-Nunca se me hubiera ocurrido, pero si cree que
tengo posibilidades…no pierdo nada con probar…
Comenzaron a caminar juntos. Como si jamás se
hubieran enfrentado.
Mientras andaban, hacían conjeturas sobre el destino
de los desaparecidos en el piquete.
-¿Se sabe algo de la rubita tetona?, preguntó
Héctor.
-Hasta ahora no se supo nada de ninguno de los
dos. Para mí que el tipo aprovechó la volada para escabullirse de la mujer y de
la hija. No se debe haber animado a irse con la otra sin más ni más.
- La paraguaya perdió el trabajo también. La rajaron
el mismo día del problema.
- Y, por lo que supe, en el Moyano, a la vieja la
largaron en seguida. Al final no se resolvió nada de nada.
Llegaron a la delegación. Ortega presentó a Héctor
a sus superiores, que miraron con desconfianza a su compañero. Hubo preguntas y
un cierto menosprecio por la avanzada edad del postulante. Pero al final
accedieron a entregarle un formulario de admisión.
Así fue como, al cabo de un tiempito, El Sargento
Ortega y el Cabo Santillán comenzaron a controlar en la autopista a todos los
que pasaban por ahí.
Y como eran dos, y uno más insoportable que el
otro, los piqueteros cambiaron de lugar y los dejaron más tranquilos. Por otra
parte, habían comenzado a recibir un poco más de ayuda. Y muchos, a trabajar de
verdad. Ya no tenían tanta necesidad de
pelear el mango jugándose al enfrentar a la “autoridad” a cada paso.
Igual, para Ortega y Héctor, a los que también, como a los viajeros del chárter, les parecía ver a la
gallega entre los pastos linderos a su móvil, “ésos que lo único que sabían era
pedir y joder pero que rajaban del laburo en serio” no eran más que un
“conjuntodenegrosdemierda”. Ellos, ellos eran “otracosa”. Aunque a simple vista,
por lo menos, no se pudieran apreciar las verdaderas diferencias.
El chárter trucho, mejor decir “lo que de él quedaba”, dormiría por mucho
tiempo en la playa del Juzgado.
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