sábado, 2 de febrero de 2013

Capítulo 29: El consuelo



El consuelo
Habían salido del estudio de Latuada. Estaban muertos. Sí. Cansados de soportar tensiones, de sentirse quijotes, de tener que defenderse siempre. De Héctor y su uña lasciva, de la patrona, de las acusaciones de sedición, de la vida. Eso: de la vida, que por ser un poco menos truchos que otros los acosaba paso a paso.
Decidieron que Bernarda  avisaba a su chicos que por esa noche no regresaría, y se dispusieron a descansar en casa de Fernando.
El chalet, herencia de los padres, pertenecía a los cincuenta, al tiempo del Banco Hipotecario: living al frente, cocina al fondo, dos dormitorios y un baño. Muy cerca de la casa de Flavia, pero con ninguna pretensión comparándolo con la de la uruguaya. Pero eso sí: impecablemente limpio. Berna miraba los muebles claritos, con esas patas en diagonal tan fuera de moda, el combinado y los cuadros con marco de terciopelo rojo bordeados de dorado, y pensaba que no cerraban con la imagen pulcra y más moderna de su amor. Aunque ella mucho no sabía de decoración de interiores, tenía la casa de su patrona como referencia y hasta para una chica poco mundana y pobre como ella era evidente que la casa de Fernando estaba detenida en el tiempo. Era evidente que su único habitante no había tenido el menor interés en que su entorno reflejara algún deseo de vivir acorde con los tiempos. O con la elegancia de sus vecinos.
Fernando le indicó que se pusiera cómoda y los dos fueron derechito a la cocina. Sacó mate y bombilla de una de esas viejas alacenas con hojas de vidrio en la parte superior y, mientras la pava se calentaba en la hornalla de adelante de la cocina enlozada, Berna comenzó el rito de la yerba y azúcar, después de poner una de esas antiguas yerberas-azucareras de madera pintada sobre la mesa. Una de esas que solían encontrarse en casi todas las casas cuando la vida era mucho más simple y había tiempo para muchos mates, mientras la radio acompañaba la llegada a casa y el encuentro.
Había naranjas. Bernarda peló una bien finita, y puso parte de la cáscara lavada en el fondo de la calabaza. Después, la yerba, decantarla y un poquito de azúcar para el primer mate. El del zonzo. El más amargo. Iba a tomarlo ella, como siempre, pero Fernando lo reclamó para sí diciéndole:
“A partir de hoy, el primero será mío. Tenés que empezar a sentir que tenés derecho a cosas buenas…”
Los ojitos de la paraguaya brillaron casi tanto  como los pseudo azulejos de vidrio de la cocina. Eran verde agua con juntas negras anchas, anchísimas. Prehistóricos, pero tan brillantes que podían competir en relumbrón con cualquier revestimiento más actual.
Después de tantos líos: una tregua. Fernando no movía el cuello. Se limitaba a sorber despacito la dulzura naranja que la muchacha le alcanzaba con un gesto tímido pero lleno de cariño. Se renovó la yerba mientras cerraba la noche y el amor comenzó su ronda. Ya no era todo azul.
Esos cuerpos juntos después de la larga mateada pudieron hallar colores mansos para el  encuentro. Tal vez por eso,  el amanecer encontró a Bernarda con la cabeza acurrucada en  el hombro de su amor nuevo mientras soñaba mil y un sueños.
Eso sí: a ella también le pareció que la cabeza de Deolinda, solamente la cabeza, asomaba entre las sábanas.
Y se sintió acompañada. Y agradecida.

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