El consuelo
Habían salido del estudio de Latuada. Estaban
muertos. Sí. Cansados de soportar tensiones, de sentirse quijotes, de tener que
defenderse siempre. De Héctor y su uña lasciva, de la patrona, de las acusaciones
de sedición, de la vida. Eso: de la vida, que por ser un poco menos truchos
que otros los acosaba paso a paso.
Decidieron que Bernarda avisaba a su chicos que por esa noche no
regresaría, y se dispusieron a descansar en casa de Fernando.
El chalet, herencia de los padres, pertenecía a
los cincuenta, al tiempo del Banco Hipotecario: living al frente, cocina al
fondo, dos dormitorios y un baño. Muy cerca de la casa de Flavia, pero con
ninguna pretensión comparándolo con la de la uruguaya. Pero eso sí: impecablemente
limpio. Berna miraba los muebles claritos, con esas patas en diagonal tan fuera
de moda, el combinado y los cuadros con marco de terciopelo rojo bordeados de
dorado, y pensaba que no cerraban con la imagen pulcra y más moderna de su
amor. Aunque ella mucho no sabía de decoración de interiores, tenía la casa de
su patrona como referencia y hasta para una chica poco mundana y pobre como
ella era evidente que la casa de Fernando estaba detenida en el tiempo. Era
evidente que su único habitante no había tenido el menor interés en que su
entorno reflejara algún deseo de vivir acorde con los tiempos. O con la
elegancia de sus vecinos.
Fernando le indicó que se pusiera cómoda y los dos
fueron derechito a la cocina. Sacó mate y bombilla de una de esas viejas
alacenas con hojas de vidrio en la parte superior y, mientras la pava se
calentaba en la hornalla de adelante de la cocina enlozada, Berna comenzó el
rito de la yerba y azúcar, después de poner una de esas antiguas
yerberas-azucareras de madera pintada sobre la mesa. Una de esas que solían
encontrarse en casi todas las casas cuando la vida era mucho más simple y había
tiempo para muchos mates, mientras la radio acompañaba la llegada a casa y el
encuentro.
Había naranjas. Bernarda peló una bien finita, y
puso parte de la cáscara lavada en el fondo de la calabaza. Después, la yerba,
decantarla y un poquito de azúcar para el primer mate. El del zonzo. El más
amargo. Iba a tomarlo ella, como siempre, pero Fernando lo reclamó para sí
diciéndole:
“A partir de hoy, el primero será mío. Tenés que
empezar a sentir que tenés derecho a cosas buenas…”
Los ojitos de la paraguaya brillaron casi tanto como los pseudo azulejos de vidrio de la
cocina. Eran verde agua con juntas negras anchas, anchísimas. Prehistóricos, pero
tan brillantes que podían competir en relumbrón con cualquier revestimiento más
actual.
Después de tantos líos: una tregua. Fernando no
movía el cuello. Se limitaba a sorber despacito la dulzura naranja que la
muchacha le alcanzaba con un gesto tímido pero lleno de cariño. Se renovó la
yerba mientras cerraba la noche y el amor comenzó su ronda. Ya no era todo azul.
Esos cuerpos juntos después de la larga mateada
pudieron hallar colores mansos para el
encuentro. Tal vez por eso, el
amanecer encontró a Bernarda con la cabeza acurrucada en el hombro de su amor nuevo mientras soñaba mil
y un sueños.
Eso sí: a ella también le pareció que la cabeza de
Deolinda, solamente la cabeza, asomaba entre las sábanas.
Y se sintió acompañada. Y agradecida.
Cuánto tiempo sin leerte... qué gozada
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