jueves, 31 de enero de 2013

Capítulo 28: ¡Corré, Flavia!


¡Corré, Flavia!
Estaban de acuerdo. Claro que se habían puesto de acuerdo.  El plan era tan simple que Miguel no dudó por un segundo en el momento de tomar a la gallega como rehén. Ese ardid les permitiría desaparecer dejando atrás un reguero de dudas y de intrigas. Si total, después de ese mal trago no volvería a verla nunca más. Ni a ella ni a Clara. Lo malo era que tampoco podría ver a Pauli. Pero donde pensaban refugiarse con la uruguaya iba a encontrar la forma de hacerle llegar a su hija lo que necesitara para que no le faltara nada. Claro, nada salvo su papá, que había decidido quemar las naves, arrastrado por unos cuantos gramos de dulzura siliconada y una ambición envidiosa de los “logros” de otros como Divar en materia de chanchullos. Porque ésa, ninguna otra, era la palabra adecuada. La ch de los quechuas servía para todo, hasta para definir como nadie la indecencia.
Por eso, porque se habían puesto de acuerdo, porque la rebelión les iba a servir de tapadera, corrían Flavia y Miguel entre los yuyos que flanqueaban la autopista.
Ella y él habían dejado la noche anterior un poco de ropa y los famosos frasquitos de  supuesto Domabrol en un bote con motor, escondido entre los juncales de un rinconcito de Quilmes, justo a la altura del peaje en el que los pasajeros del chárter se habían rebelado. El dinero grande y la libertad eran cuestión de días. Uruguay, papeles nuevos y una fortuna para disfrutar de a dos en algún punto del mapa de esos que con solo poner el dedo en medio del océano hacen soñar. ¡Lástima que cada tanto tuvieran la sensación de que la gallega estaba con ellos! Que giraba a su alrededor y que los gusanos de su pelo los  miraban con reproche. Pero ahuyentaron esas ideas porque habían visto a Doña Deolinda sumergirse en el chárter apenas pudo liberarse de Miguel y su navaja. Simplemente: era imposible. Y solo producto de algún resto de cargo de conciencia que les andaba dando vueltas.
Miguel iba adelante zigzagueando y Flavia lo seguía. Habían perdido papeles en la corrida y la uruguaya tuvo que volver atrás porque los zapatos se empeñaban en salir de sus pies como si no quisieran hacerse cargo de la situación.
“¡Malditos zapatos! ¡Ahora te alcanzo!”, se escuchó a la rubia. Miguel ni siquiera se dio cuenta de que la compañera quedaba rezagada hasta que vio aparecer a los tipos detrás de unos arbustos. ¿Qué hacían en ese lugar tan desolado? La buscó instintivamente pero no la vio y tuvo que enfrentar solo la situación. Enfrentar es una manera de decir. Mientras se desangraba metido en una bolsa, sentía cómo lo arrastraban por la tierra con las piedras que se clavaban en su espalda.
Después fue el río. Y nada más.
Deolinda Benítez, mientras tanto, era atendida en el Moyano. Ella sabía. Pero calló lo suficiente.

Capítulo 27: “Déjenlo en mis manos”


“Déjenlo en mis manos”
El estudio del Doctor Latuada estaba muy cerca de Tribunales. En una de esas calles de edificios de los años cuarenta con pequeños balcones de hierro negro torneado y zaguanes revestidos en mármol. La oficina no tenía nada de extraordinario pero el abogado detrás del escritorio enorme se veía importante. Berna observaba con curiosidad el juego de tinteros y papel secante y la lapicera color borravino con capuchón de oro, mientras sus ojitos daban vuelta alrededor de las cuatro esquinas de cuero que enmarcaban el papel verde, apenas manchado con alguna firma en espejo. Berna se preguntaba para qué servía ese objeto que para ella era desconocido. Para qué se necesitaban en estos tiempos esos elementos que parecían venidos de un museo.
“Déjenlo en mis manos”. Éso dijo Latuada cuando Fernando y ella le contaron sus cuitas algunos días después de que la patrona pusiera a la paraguaya en la calle. Latuada se estaba ocupando también de defender a todos los pasajeros del chárter trucho y a él mismo frente a las acusaciones de sedición a raíz del último episodio en el que se habían perdido Miguel y la uruguaya. “Este chárter trucho es una fuente de trabajo increíble” había pensado Latuada.
“Déjenlo en mis manos”. Repitió el abogado desde sus anteojos vidrio grueso, que completaban su imagen de autoridad y suficiencia.
Por suerte para él, los anteojos no dejaban traslucir sus pensamientos. Pero por las dudas salió un momento del despacho. Los viajes en la autopista en esos años compartidos y el último episodio, con la desaparición de Flavia y Miguel, habían hecho que los tres se sintieran en el mismo barco aunque provinieran de circunstancias tan diferentes. Latuada valoraba a Fernando. El excombatiente había sido siempre buena gente. Mucho mejor que él. Fernando, sin dobleces, íntegro, le recordaba cómo había sido él, el Doctor Gonzalo Latuada antes de los Tribunales y las entregas. Antes de los vamos y vamos y la soledad de estar casado por conveniencia. Antes de las piernas bronceadas de la uruguaya que, ahora, cuando su desaparición la volvía inalcanzable, se le antojaba más linda que nunca. El abogado se reprochaba a cada paso el no haberse atrevido a más en su momento, el haberle dejado el campo libre a Miguel. “Para qué”, se decía, “Debí actuar distinto”. “Fui un idiota”. “Y ahora no puedo arrancarla de mi cabeza y, lo que es peor, de mis deseos y de mi corazón.” “¿Dónde carajo se habrán metido  con el ingenierito?” Y así, mientras el monólogo lo acosaba sin salida y, lo peor, sin esperanza. Latuada volvió a la oficina para terminar de atender a sus nuevos clientes.
Acordaron que él se ocuparía de los reclamos de indemnizaciones por despido y que “sería considerado en cuanto a honorario aunque, qeneralmente, son los empleadores los que pagan”. La pareja se fue del bufet convencida de que habían hecho un buen trato.
-Vas a ver, Berna, que Latuada consigue  que la patrona te pague hasta el último centavo- aseguró Fernando siempre optimista.
-No sé, Fernando, a veces los abogados se arreglan entre ellos y la señora tiene muchos conocidos, pero ahora voy a tener que esperar y confiar mientras busco otro trabajo. Hoy la gallega estaba mejor y creo que se va a volver a su casa, así que desde mañana…
La cabeza de Fernando estaba más movediza que de costumbre. Eso le ocurría cada vez que una idea lo rondaba. “Estoy solo”, “ya tengo más de cuarenta y vivo bien”, “a quién tengo que rendirle cuentas más que a mi mismo” eran las variables.
-Mirá, Berna, estuve pensando que, si querés, podés venirte a casa con los chicos y lo del trabajo lo vamos viendo…
Se sentaron en un banco de Plaza Lavalle porque Berna comenzó a llorar. Primero suavecito y después a mares. Fernando la abrazó con ternura, mientras con el revés del dedo índice iba borrando las lágrimas.
-Venimos de mundos muy distintos, Fernando. No creo que lo que me decís tenga sentido.
Y, a decir verdad, eran muchas las cosas que no tenían sentido, comenzando por la desaparición de Flavia y de Miguel en medio de un momento que de tan absurdo los volvía locos cada vez que lo evocaban.

martes, 29 de enero de 2013

Capítulo 26: Después de las tormentas


Después de las tormentas
-No te preocupes, linda, que en esta vida todo se soluciona- la voz de Fernando sonaba tranquilizadora. Había llamado a Bernarda apenas ella le había puesto el mensaje.
-Te voy a buscar ya. Mi oficina queda cerca. Caminá por Coronel Díaz y esperame en la puerta de la iglesia que está en la esquina...Sí. La que tiene cerco de rejas. En la misma manzana de la plaza.
-Ahí voy.
Fernando no estaba acostumbrado a tener que consolar a una mujer. Con cuarenta y pico de años encima no se había animado nunca a tener una pareja estable. Pero la paraguayita lo podía, ¿a qué negarlo? Lo hacía olvidar de todas las cosas que no había olvidado en tantos años. Su cuerpo y su calor entibiaban el frío de las islas, el hambre, las mentiras de aquellos días de guerra que nunca había podido despegar de su  vida  y que se habían convertido en ese tic desgraciado que le mantenía la cabeza en vilo poniéndolo en ridículo.
Apenas la vio, apretando la bolsa de consorcio con los trapos viejos vestigio de su empleo, una ola de ternura lo invadió,  y abrazándola fuerte, fuerte, trató de animarla y darle consuelo.
-Todo pasa, Berna, vamos a encontrar un camino, estoy seguro- la voz sonaba tranquilizadora y la muchacha se dejó  abrazar, reconfortar. Por primera vez  tenía un hombre al lado. Un hombre de verdad, por más que la cabeza se le estuviera desprendiendo de los hombros a cada paso que daban por Coronel Díaz casi llegando a Santa Fe.
Se sentaron a tomar café con leche con tostados en una de esas confiterías que hacen ostentación de boiserie y cuero rojo. El día había sido terrible. El cabo Ortega, la vieja como rehén, el piquete, las declaraciones ante la policía por cortar la autopista y la  desaparición de Miguel y Flavia, sumados al despido, eran más de lo que cualquiera podía tolerar.
Fernando rumiaba en su cabeza por soluciones, pero pensar en que Berna y sus “gurises” fueran a vivir a su casa no era una  idea fácil de digerir. Bernarda lloraba despacito y Fernando se derretía cada vez más con la pena de la paraguayita.
Los mozos contemplaban, asombrados, a esa pareja tan despareja. Pero cualquier buen observador se hubiera dado cuenta de que ahí había amor del más legítimo. Ése que rompe con los límites que ponen los prejuicios  y el “qué dirán”.
Finalmente Fernando concluyó:
-Mirá, Berna, hoy no podemos resolver demasiado, pero te prometo que no vas a estar sola en ésta.
-Es que yo no pretendo nada, Fernando. Solamente conseguir un trabajo nuevo y seguir adelante con mi vida.
-Tu vida ya no es solo tu vida. Te metiste en la mía y no quiero dejarte sola. Hay que buscar una solución más allá de un trabajo. Dejame pensar unos días, por favor…
-Gracias, Fernando, no pensé nunca que alguien como vos podía ocuparse de mí. Y lo que hoy me pasó con la patrona no puedo sacármelo de la cabeza. Hace cinco años que estoy con ella y me tiró a la calle como si no sirviera para nada. Voy a encontrar otro trabajo pero no sé, me parece que no me merecía tanto maltrato.
Él le tomó las manos por sobre las tazas. Esas manos que tanto sabían de detergente y lavandina se dejaban sostener por las manos prolijas de Fernando, que le trasmitían protección, más allá de cualquier distancia  hecha de convenciones sociales.
-Te quiero- dijo él por primera vez en su vida.
-Yo también te estoy queriendo, pero no quiero aprovecharme.
-Eso te hace más linda todavía. Y hace que te quiera más
El café con leche ya no estaba. Ni los tostados. Llegó el momento de aflojarse recordando la aventura de la autopista, de deshacerse en conjeturas acerca de lo que habría pasado con Flavia y Miguel. Hasta que Berna comenzó a pensar en Doña Deolinda. En dónde y cómo estaría su compañera de tantas idas y vueltas en el chárter trucho. Resolvieron averiguarlo. Y terminaron en el Moyano, en el preciso momento en que “la gallega” salía con el alta.
“Os perdono a todos” la voz de la mujer parecía venida de los bosques de sus islas. Y el pelo se veía más agusanado que nunca, sin embargo Berna la abrazó como se abraza a la madre y la invitó a dormir en su casa.
Fernando no podía creer lo que estaba viendo: su amor y esa mujer misteriosa y trastornada, del brazo y por la calle.
“Mañana será otro día”, se dijo, en cuanto el remís dejó a Bernarda y Doña Deolinda a pocos pasos de la villa.

Capítulo 25: El otro yo del Doctor Latuada


El otro yo del Doctor Latuada
El hombre lo había interceptado, a la salida del bar El Foro, un tiempo antes de la desaparición de Miguel. Latuada conservaba en sus narices el olor a café de máquina que se mezclaba con el del cigarrillo y algún dejo del  roble que se niega a desaparecer de algunos bares de Buenos Aires. Era una mañana dorada de mediados del otoño. Los abogados entraban y salían del lugar portando su uniforme de saco y corbata. Y las mujeres, el infaltable traje sastre. Desde lejos se diferenciaba a aquellos que habían pelechado con la Argentina primermundista de los que peleaban el pesito en pleitos sin importancia. Gonzalo, como siempre, hacía promedio.
“Vea, amigo, no tengo nada que decir sobre este muchacho, el Ingeniero Gómez. Pero, ante todo, ¿con qué credenciales cuenta? ¿Detective privado? ¿Lo manda Clara, la esposa?”
….
-Parafraseando al filósofo: “Solo sé” ¡Qué vulgaridad la mía!
….
-¿Encuentros? No voy a decir nada, soy un caballero.
….
Las conversaciones en la combi, con Gómez, son absolutamente intrascendentes. Nunca hablamos de trabajo. Lo único que sé es que es Ingeniero Químico y que trabaja en un laboratorio relativamente conocido. Pero no más que eso. Y como se imaginará, mucho menos hablamos de mujeres.
El “curioso” partió, pero dejó sembrada en Latuada la sensación de que Miguel andaba en algo más que engañar a su mujer con los pechos florecidos de Flavia. Prestaría mucha atención de ahí en adelante. Tal vez la uruguaya no estuviera perdida para siempre.

lunes, 28 de enero de 2013

Capítulo 24: El ¿y ahora qué? de Bernarda



El ¿y ahora qué? de Bernarda
-Le juro, señora, que no nos quedó otro remedio- Bernarda apelaba a la persuasión porque intuía que esta vez, para su patrona, ella y el chárter habían ido demasiado lejos.
-Estás despedida, Berna. No podés aparecerte a las cuatro de la tarde como si nada, y encima venir a decirme que te hiciste piquetera. Y que estuviste detenida… ¡Piquetera! Como si trabajando con nosotros te faltara algo…
-Señora. Usted no sabe lo que es viajar todos los días con el corazón apretado, pensando que nos van a parar y hacer llegar tarde a nuestros trabajos. Y mire que probamos de ayudarle al dueño para que la combi estuviera en regla, pero no pudimos. Además, cuando yo traté de conseguir otra era igual de trucha. Y yo necesito este trabajo.
-Agarrá tus cosas y andate. No te debo más que los días de este mes. Se acabó. Buscate un trabajo cerca de tu casa que yo me voy a buscar una mucama cumplidora y responsable.
El río se veía tan gris como la autopista a primera hora de ese día. Y para Berna la vida toda se estaba tiñendo de grises, de tristeza y de angustia.
Pero la paraguaya no se entregó tan fácil.
-No, señora, además de los días, me debe las vacaciones y el medio aguinaldo y los recibos de aporte de jubilación que me prometió que me iba a pagar.
-¡No seas atrevida, Bernarda!, de eso: nada. Faltaría más. Si con vos hemos sido como de la familia y ahora nos vas a venir con estos planteos. ¡Retírate ya mismo de acá, sinvergüenza! ¡Con la cantidad de ropa que te hemos dado! ¡Ingrata!
-Una cosa no tiene que ver con la otra, señora. Yo le estoy agradecida por muchas cosas pero no es justo que me ponga de patitas en la calle sin darme lo que me gané trabajando.
No le pido más que lo que me corresponde. Yo vi cuando le liquidó a Marcos, el chofer de antes y sé lo que le dieron. ¿Por qué a mí me quiere despachar con las manos vacías? Tengo mis papeles en regla, y si no me quiere más acá me va a tener que cumplir, señora.
-Mirá, acá tenés tu sueldo del mes, para dártelo, me firmás que no te debo nada. Y da gracias que no te denuncio por ladrona.
 Las lágrimas de Bernarda rodaban hasta formarle un surquito que dibujaba un paréntesis de congoja a ambos lados de la naricita respingada mientras los ojos se le ponían cada vez más achinados.
-Nunca me llevé nada sin su permiso, señora. Pero deje. No me pague nada ahora. Si no me quiere más yo me voy, y ya veremos si me paga o no me paga.
Bernarda reunió en una bolsa de consorcio la ropa de trabajo, un desodorante y alguna toalla vieja, las chancletas estropeadas y un delantal desteñido, y llorando a moco tendido salió del departamento masticando más bronca que cuando se enfurecía en la autopista Buenos Aires-La Plata con el cabo Ortega, los piqueteros o el chofer asqueroso.
Salió por la entrada de servicio pero abrió la puerta que daba al hall principal, el de mármoles y porcelanatos, y, sin que los guardias le dijeran nada, se sentó a llorar en los sillones mullidos, preguntándose qué sería de  su vida de ahí en más.
Poco a poco se fue recomponiendo y al ratito Fernando  recibió un mensaje en su celular:
“Me echó…y ahora k?

domingo, 27 de enero de 2013

Capítulo 23: A los hechos



A los hechos
Hacía frío. Ese frío húmedo que baja una niebla espesa sobre los suburbios de Buenos Aires y a veces se atreve a sobrevolar la ciudad entera de gris y de tristeza.
El cabo Ortega y sus acólitos habían estado presionando más que de costumbre y los del chárter estaban cansados de vaquitas y de coimas. Por otra parte, sentían que nadie tenía derecho a imponer sobre ellos el poder por la fuerza. “Son negros de acá”, sostenía Flavia, señalando con un dedo su teñida melena rubia de “deliciosa muñequita perfumada”, ante la mirada de reproche de Fernando y la aprobación de Héctor que, desde se quedara sin uña, gracias a los gusanos de Doña Deolinda, estaba más rabioso que nunca.
“Hoy no lo vamos a permitir”, sentenció Miguel. “Si el cabo Ortega vuelve a pararnos, le vamos a hacer frente. ¡Basta de extorsiones y de aprietes!” La osadía era la perfecta cortina para otros planes que lo tenían, junto a Flavia, absolutamente atrapado.
El cabo Ortega los esperaba varios cientos de metros antes del peaje e inició los ademanes para parar la combi trucha, que se detuvo para no aplastarlo.
fueron bajando uno por uno e hicieron cordón, impidiendo que los coches que los seguían pudieran avanzar. Comenzaron a aplaudir y a gritar como los mejores. Todos menos Fernando y Latuada que solo continuaron con el cordón, sin escándalos aunque firmes en su puesto.
Detrás del cabo Ortega comenzaron a congregarse los verdaderos piqueteros de siempre, y el aire se puso más gris y más húmedo todavía  mientras el frío calaba los huesos de todos y los restos de una helada apenas insinuada se derretían, aumentando lo destemplado de la circunstancia.
De repente, Miguel tomó por detrás a “la gallega”, y poniéndole al cuello una navaja suiza, de esas revestidas de nácar rojo, carísimas, comenzó a decir: “¡o nos dejás pasar o la vieja es boleta!
“¿Qué haces, hijo mío, qué haces?”, la voz de la anciana sonaba atemorizada.
 Ortega no podía creer lo que estaba viendo. Los del chárter no podían actuar así. Eso era lógico para los que estaban a sus espaldas, pero los otros, el abogado, el ingeniero, la vendedora de departamentos no podían bajar a ese nivel. ¿Qué les pasaba? Mientras tanto, el grupo que tenía a sus espaldas retrocedía hasta quedar en la banquina como si estuvieran mirando un Boca- River en la Bombonera. A lo lejos, se oía una sirena. Quizás una ambulancia que procuraba abrirse paso entre la fila de autos detenidos.
Berna temblaba, y sentía pena por Doña Deolinda pero seguía gritando en apoyo de sus compañeros de suplicio ante la mirada atónita de los de la tribuna. A pesar de que daba mucha pena lo que se veía a la legua: que la paraguaya era de los suyos y sin embargo apoyaba a los conchetos. En el piquete estaban hasta los alemanes que nunca se integraban a nada. Eran varios años de calvario. Había que acabar de una vez por todas. Sin embargo, en un momento dado, Berna comenzó, compasiva, a pedir bajito, a Miguel, que quitara la navaja del cuello de la gallega.
Ortega se corrió, acomodándose al frente de los de la banquina y se produjo la corrida de los del chárter. La vieja logró escabullirse de la navaja de Gómez y se zambulló en la combi seguida por los otros.
A la combi ya no subieron ni Flavia ni Miguel. Habían desaparecido en la confusión del momento. Los demás fueron a parar a la comisaría. Menos la levitante, que terminó en la guardia del Moyano.

sábado, 26 de enero de 2013

Capítulo 22: Confesiones


Confesiones
-Sos un sol, Flavia. Mimosa, dulce, no tengo palabras. Creo que nunca me sentí tan bien con una mujer...
-Vos también sos un sol, Miguel. Me hacés sentir tan viva y tan linda.
-Sos linda. Y lo sabés. No hace falta que nadie te lo haga sentir.
-Pero saberse deseada es algo que no tiene precio y vos, tu mirada  y esas manos que saben mis lugares justos me hicieron sentir única esta noche.
Todavía no amanecía en el living de la casa del jardín prolijo y la cinta de gimnasia en el dormitorio de ventanas a la inglesa pero sí en el corazón del ingeniero. Estaba amaneciendo uno de esos amores en los que manda la pasión antes que cualquier otra cosa. Un amor en que lo obvio se disculpa y lo falso  se disimula o se comprende, en aras del fuego, más allá del hogar de leña y la alfombra de piel blanca.
Por eso, quizás, no fue extraño que Miguel compartiera con su nuevo amor sus sueños de una vida diferente si conseguía colocar los frasquitos y su contenido en las manos adecuadas.
Flavia siempre había sido ambiciosa. Sin esa ambición no podría explicarse su vuelo desde el arroyo Jabonería hasta la pileta de natación sin un solo mosaiquito saltado al sur de la Ciudad de Buenos Aires. Pero la ambición de Flavia había sido siempre genuina y con buenas armas, “por derecha”, aunque prestar atención al plan de Miguel la estaba sumergiendo en un mundo desconocido para ella hasta ese momento. Un mundo que, quizás, era el que podía alejarla para siempre de las dalias y el agua del arroyo.
-¿Pero estás seguro de que no corrés riesgos, Miguel?- la voz era casi un susurro.
-No, preciosa, si no, no me arriesgaría. Si Divar y Gonzálvez se animaron y no les pasó nada, ¿Por qué habría de pasarme algo a mí? Hago el contacto, organizo la entrega y a volar lejos. Aunque ahora quisiera volar con vos, “negrita”…
-¿Sabés, Miguel? Desde que era una botija odio que me digan “negrita” aunque sea cariñosamente.
-¿Por eso te hacés la rubia? Si sos divina rubia o morocha…
-No importa, decime Flavia, gordita, nena o linda pero “negrita” no, porfa… Y volviendo al tema: ¿Cómo estás tan seguro de que no te pueden agarrar?
-Lo que tienen adentro los frasquitos vale una fortuna, Flavia. Y la cantidad es tan insignificante que pueden escabullirse de muchas maneras. Solamente hay que saber esperar la oportunidad. Pero, ahora que pienso, voy a tener que irme, no vaya ser que mi suegra o Fernando me enganchen acá, al salir, ¿no te parece?
-Me dejás preocupada, Miguel. Hasta soportar que sigas al lado de Clara me lo banco, pero no sé si voy a poder vivir con vos esta jugada. Es mucho para mí.
-Zonza…Confiá en mí, te lo pido por favor. Además hay tiempo…
- No sé…y eso de que te pareció ver a Doña Deolinda entre las llamas me da un miedo…
- Habrá tiempo y ocasión de charlarlo, Flavia, ahora me voy a casa para llegar antes de que Pauli se levante para ir al cole…
“La vieja sabe todo”, repitió la conciencia de Miguel mientras se enrollaba en el piso del asiento delantero del auto de Flavia por si las moscas.

jueves, 24 de enero de 2013

Capítulo 21: De Migueles y de viejas


De Migueles y de viejas
        “La vieja sabe todo…”, le había dicho Miguel a Flavia una noche después del beso y justo antes del “mucho más”.
-¿Y qué importa, Miguel, si no tiene nada de malo? Yo soy una mujer libre.
-Pero yo todavía vivo con Clara, y aunque entre nosotros ya no hay nada, para el mundo seguimos casados… Además -agregó- me da miedo verla, es demasiado misteriosa y esos pelos horribles, y ese flotar por sobre el asiento… ¡Es demasiado!
-Yo ni la miro, Miguel, tengo ojos nada más que para vos últimamente. Y me parece que a Berna le pasa lo mismo con Fernando. Este chárter está dando para mucho más que ir y venir de La Plata a Buenos Aires…
Miguel había esperado que fuera noche cerrada para encontrarse con Flavia en el chalet de césped prolijito y flores de bordura. Lo peor era que Flavia y la madre de Clara eran vecinas, por lo que Miguel tuvo que ingresar al garaje escondido en el piso del coche, lo que lo había colocado en una situación decididamente ridícula.
El living, en penumbras, resultaba un tanto atemorizante, y Miguel no podía dejar de imaginar a Fernando, en la casa de al lado, catalejo en mano, espiando indecentemente. “En realidad, el indecente soy yo, que acepté esta cita enseguida cuando Flavia me comentó que hoy estaría sin los chicos”, se dijo Miguel en un soliloquio culposo a más no poder.
Estaba promediando el otoño. Habían tardado un poco en decidirse “al mucho más”. En el entretiempo: algunos “after office”, en días en que el chárter había sido cambiado por el coche de alguno de los dos.
La uruguaya había preparado la escena con los ingredientes que se esperan para esas ocasiones. Un poco obvios, demás está decirlo, pero qué iba a hacer si a ella le encantaban los fanales al tono de la vela, las copas altas para el champagne y la lumbre del fuego bailoteando sobre la blanca alfombra de piel, a los pies de la mesa ratona de diseño moderno. Todo eso le gustaba tanto como los buenos perfumes y el tono de los ojos de Miguel que deberían ser marrones pero eran grises o azulados según le diera el sol.
“Igualitos a los mi amor de Tacuarembó…”, sentía más que pensaba Flavia mientras Miguel escanciaba las burbujas en las copas flauta sin talla pero de insultante transparencia.
“La vieja sabe todo”. Miguel había pensado en voz alta esta vez. Preso del miedo de ser descubierto en alguna de todas las trampas que él mismo se estaba tendiendo. Trucho. Tanto en su matrimonio inexistente como en el supuesto Domabrol que dormía en su  cajón esperando la oportunidad. Trucho, en su apariencia de pequeño y respetable aprendiz de burgués, como trucho estaba siendo el cartelito de hombre decente que tenía colgado en la puerta de su despacho.
Ninguna idea estaba en su lugar por esos días. Casi hubiera preferido volver el reloj atrás, cuando construían la casa en City Bell y a gatas llegaban a fin de mes y Paulieraasídechiquitita.
-¡Qué bien elegís la música!, había dicho, en un intento de volver a disfrutar de la velada y del cuerpo a cuerpo con Flavia.
Elton John pedía mientras tanto, en inglés, que no le rompieran el corazón y después preguntaba si alguien podía sentir el amor. Mientras tanto Flavia invitaba a Miguel a acercarse al fuego. Al del hogar y al de la piel blanca. La de la alfombra y la de las pocas zonas del cuerpo de la uruguaya que se habían salvado del sol o de la lámpara. Y ahí, rodeados de velas perfumadas y de la ambientación imaginada por ella, se enredaron por primera vez. Por primera, no por última. Sonaba “Candle in the wind”. Y Flavia se constituía en una nueva rubia inmolada con esa canción como fondo, como antes lo fueran Marilyn y Diana. El aire olía a leña y a perfume caro. Y Miguel. Miguel solamente trataba de retener cada centímetro cuadrado del cuerpo de Flavia en la yema de sus dedos y en la memoria de su memoria. Como si esa entrega que la mujer le sirviera en bandeja pudiera ahuyentar para siempre sus dobleces y sus miedos.
Ya agotados no quisieron ir al dormitorio. Se dispusieron a gozar del calor de la alfombra al calor del fuego pero, mientras Flavia iba al cuarto en busca de una manta para cubrirse, a Miguel le pareció ver entre las llamas la cara de Deolinda Benítez lanzando, desde sus cabellos, gusanos a troche y moche.

miércoles, 23 de enero de 2013

Capítulo 20: Enfrascados

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Enfrascados
Aunque muy pronto  supo cómo, dónde y cuánto, a Miguel  le costó  hacer los contactos necesarios. Puentear a Gonzalvez no resultó  fácil. Divar era un perro de presa y lo marcaba de cerca. Pero finalmente obtuvo el dato, y cerró el negocio a futuro con unos holandeses. Con esa sola operación sería suficiente. Lo concreto, preparar el material para el envío, fue bastante más simple. Los frasquitos de Domabrol eran los mismos que se usaban para envasar otros productos. Y para la plancha de etiquetas estaban las impresoras láser, iba a ser pan comido truchar las originales. Tuvo que esperar el momento en que no quedara nadie en el laboratorio y un día la cajita estuvo preparada y bien escondida, en espera de la oportunidad. Veinticinco frascos de esa sustancia que, en Europa, permitiría fabricar drogas de última generación, acechaban en el fondo de uno de los cajones del escritorio de Miguel -disfrazados de Domabrol- el momento oportuno para que él cambiara su vida para siempre.
   Los días transcurrían, y le resultaba difícil seguir adelante. Dormir junto a Clara era una tortura, aumentada por desayunar todos los días frente a los ojos de mirada inocente de Pauli, que procuraba  seguir con su vida sin enredarse en la de sus padres.
Sí. Pensándolo bien. Lo que le molestaba a Miguel de toda la gente a la que veía a diario eran los ojos. Los de Clara, los de Pauli pero también, los de sus compañeros de viaje. Miguel había pensado, con una lógica muy sensata, que en el trucho coche, él tendría, quizás, más oportunidades de pasar inadvertido que yendo y viniendo de City Bell en el suyo propio. Porque, no estaba seguro, pero tenía la sensación de que lo observaban, lo seguían. Tal vez Divar lo había dispuesto así. Y el chárter era entonces una pequeña fortaleza en movimiento que le permitía escudarse en la compañía de los demás hasta que llegara su momento.
¿O era Clara la que estaba interesada en controlarlo? También para esquivar ese control, y seguir en contacto con la uruguaya, era mejor el coche compartido por más piquetes o policía que lo detuviera.
Así, día tras día, Miguel subía al chárter para encontrar otras miradas. La de Doña Deolinda, la de Fernando o la de Bernarda. Él sabía que sabían. Aunque en el momento del beso apasionado no había visto que lo veían, había algo en el aire enrarecido del coche que no dejaba dudas. Y la mirada de Latuada completaba el tema. Con el sordo reproche del haber perdido a una mujer deseada por su culpa. Con la rabia apenas disimulada de no haber podido retener  a Flavia para sí. De haber sentido que se escurría sin remedio en brazos de Gómez. De ese mediocreingenieritoquenolellegabaaÉLalostalones.
Latuada. Latuada con sus anteojos de marco fino y vidrios gruesos. Su parsimonia y sus dobleces. Iba acumulando tanta rabia, tanta, que era imposible pensar que en algún momento no explotaría.
Ese mediocreingenieritoquenolellegabaaÉLalostalones le había quitado a la rubia que lo había ilusionado mantel abajo en tantos asaditos.
 Ese mediocreingenieritoquenolellegabaaÉLalostalones la había estado besando en sus narices, con una impunidad que lo hacía enfurecer de impotencia. 
Pero no faltaría oportunidad de vengarse. Todos tienen algún flanco débil, pensaba Latuada. Bien lo sabía como abogado. No faltaría oportunidad para vengarse.“No va a faltar oportunidad”, se repitió el abogado. Y se enfrascó en la lectura del diario que anunciaba que, en breve, la Corte Suprema declararía inconstitucionales un par de leyes muy importantes, lo que permitiría a la justicia iniciar decenas de juicios por hechos ocurridos unos años atrás. “Si yo no tuviera tantos amigos en las Fuerzas”, pensó Gonzalo Latuada. Y cambió de página, enfrascándose, entonces, en las últimas novedades económicas.
La crisis. La asquerosa crisis que venía azotando a la Argentina desde el 2001 comenzaba a ceder muy lentamente. La economía comenzaba a reactivarse pero los piqueteros seguían en sus trece de luchas y cortes a toda hora. El cabo, como siempre. Y los del chárter, sintiendo la misma impotencia y resentimiento que Latuada frente a la hazaña de Miguel con la uruguaya.

martes, 22 de enero de 2013

Capítulo 19: Después de la carta



Después de la carta
Clara estaba resuelta a hacer como si nada pasara, como si la carta de Miguel no hubiera sido escrita jamás. Estaba dispuesta a desoír las voces y las miradas de los últimos asados y a no dar por cierto ningún  indicio de que su hombre ya no le pertenecía. Estaba dispuesta, pero tenía la certidumbre de que el desamor hecho papel en la mesita de luz tenía causas tangibles, causas que ella no había sabido transformar.
Hasta el momento nada habían valido sus intentos para descubrir algo más en sus viajes en el chárter con una excusa apenas creíble. Sin embargo, ella sentía que Flavia era la responsable del cambio de Miguel. Bueno, Flavia y la rutina, el haber dejado de luchar juntos, la pegajosa sensación de un día tras otro de monotonía. Flavia y sus propias pocas ganas de arreglarse más, de seguir coqueteando como cuando recién comenzaran la vida juntos, con Miguel. La casa de City Bell había resultado demasiado cara. Y el chárter una porquería. Si su hombre hubiera seguido yendo en coche, la uruguaya sería solamente una vecina de su mamá pero nada más mientras que  ahora era la enemiga. Definitivamente: la enemiga. Lo que Clara no podía entender era que él libraba sus batallas más allá de ella. Egoístamente solo. Y, pensándolo bien, en absoluta fidelidad a su esencia. Tal vez nunca habían tenido una lucha de a dos, como no fuera la que sirviera para levantar la casa a puro pulmón.
Dormían juntos ignorándose. Haciendo como si al lado no hubiese nadie. Y Miguel se levantaba, apurando la partida con dos o tres mates lavados, para huir cuanto antes y volver solamente cuando el día hubiera terminado. Clara, con Paula en la escuela,  daba vueltas por la casa como un perrito al que el dueño deja solo todo el día. No lograba hacer nada que realmente fuera importante. Después, desganada, rumiaba penas, sentada a su escritorio y volvía a la casa, que en otros tiempos había sido la de sus sueños, para cenar a solas con Pauli y, a veces, de a tres con Miguel, más solas que si de verdad él no estuviera. Porque él estaba y no estaba. Nada compartía de su vida, de sus esperanzas, de sus sueños. Sin embargo,  después de un tiempo de lamer heridas, Clara lo pensó mejor. Contrataría un detective. Alguien que le dijera en qué andaba su marido. Ése al que se negaba tercamente a perder por más que supiera que la batalla estaba lejos de ganarse.
-¿Qué quiere saber, señora?- preguntó el hombre.
-Si mi marido me engaña y con quién y, además en qué anda. Él es Ingeniero Químico, pero tengo la sensación inexplicable de que está en algo raro. Le pido que lo investigue y me ayude a orientarme un poco para decidir cómo sigo con mi vida y con la de mi hija.
-Le va a costar alrededor de
-El costo es lo de menos. Lo importante es que la investigación esté bien hecha y documentada. Otra cosa. Son muy importantes los viajes de ida y vuelta a Buenos Aires en el chárter. Hay una mujer Flavia, una uruguaya rubia y siliconada, que me parece que mucho tiene que ver en todos los cambios de mi esposo.
-Descuide, nos ocuparemos y sabrá muy pronto a qué atenerse- la voz sonó tranquilizadora para Clara que, dio por terminada la entrevista.
-Espero entonces sus noticias.
-En cuanto las haya.

Capítulo 18: De perfumes y otras yerbas...


De perfumes y otras yerbas
Amanecía en City Bell. El jardín reverberaba verdes pero, a la vez, se veía un poco abandonado desde la ventana del dormitorio. Flavia había terminado con la ducha y Dior inundaba nuevamente la habitación. Otro día de sufrimiento para viajar, pensaba, cuando sonó el teléfono.
-Hola, Flavia, soy Miguel. Te llamo para comentarte que por unos días voy a ir con el coche a Buenos Aires. Aunque tenga pago el chárter. No doy más de aguantar tanto problema en la autopista. Y Héctor está más loco que un plumero ¿Querés viajar conmigo? Te pasaría a buscar a las siete y media.
-Fantástico, Miguel, ya estoy bañada. Te espero.
Flavia recién bañada. Menuda promesa, Miguel. ¡Lástima que tu suegra viva tan cerca! Y Fernando, ligustrina por medio pero en realidad, no te hagas ilusiones Latuada le tiene echado el ojo y el ojo de Latuada vale por dos, con esos anteojitos de corte intelectual y ese aire de sábelo todo.
Mientras iba llegando a las casas de techos de teja francesa, con ese césped corto y bien regado Miguel calculaba cómo tenía que hacer para contactarse con los interesados en los frascos de Domabrol y cómo conseguiría el verdadero tesoro que éstos debían contener para seguir los pasos de Divar y su socio. Llamaría tal vez a Martín, su viejo compañero de la universidad, que también trabajaba en una empresa química, y le propondría el negocio que los haría salir de pobres. Más que de pobres, de la anodina medianía en que se sentía sumergido. No, mejor lo haría solo. Si casi le daban ganas de compartir con Flavia la adrenalina de esta nueva etapa que estaba por comenzar
-Hola, preciosa”- apenas pronunciada la frase, Miguel fue consciente de su vulgaridad. Vulgaridad que en la uruguaya no hizo mella. No había nada mejor que esa palabra para hacerla sentir una reina.
-¿Un cafecito?
-Hoy, te lo agradezco. Estoy un poco apurado, pero otro día vengo con más tiempo, ¿te parece?
Subieron al coche. Miguel no podía dejar de mirar el escote de Flavia. Compararlo con el desvaído de Clara lo hacía desear cada vez más a la uruguaya. El cafecito no debía postergarse.
Dior resonaba en la cabina del auto.
-Qué perfume usás, Flavia?
-JAdore…¿Te gusta?
-Te va justo. Es como si lo hubiesen hecho para vos. Debe ser una de las razones por las que Latuada se muestra tan perdido cuando está al lado tuyo.
-¿Vos decís?
-Él dice. Con los ojos, con el modo, con las ganas que te tiene y apenas disimula.
-A mi marido no le gustaba
-¿Latuada? A mí tampoco me hubiera gustado si fuera tu marido, Flavia
-No, el perfume, decía que en mí quedaba barato. Una manera más de desanimarme. Y una de las razones por las que se terminó todo. Ésa y su falta de ambición, de atreverse
-Hablando de atreverse, estoy con un proyecto para el que hacen falta más agallas de las que creo tener pero si no lo emprendo de una vez, no sé, nunca voy a llegar a nada.
-¿Es legal?
-Decíme en este país qué proyecto legal te va a llevar a volverte rico, Flavia
-Imagino que no podés contarlo.
-Si seguimos viajando juntos unos días voy a animarme, no te creas
-¿A contármelo?
-¿Y a qué pensabas?
- No sé, los hombres son tan raros algunas veces
Llegaban al peaje. La fila era interminable. En el coche sonaba Sabina y estaban por dar las once y las doce y la una El perfume y los pechos de Flavia: todos para Miguel, que se inclinó para besarla.
-¿No era que te ibas a animar dentro de unos días?- dijo Flavia después de devolver el beso con ganas.
En la fila de al lado: el chárter, el maldito chárter, con Latuada asomando su estupor por la ventanilla, los contemplaba sin piedad.
La vieja golpeó a Berna en el brazo mientras comenzaba de nuevo sus elevaciones, sus Dios te salve. Bernarda hizo como que no se daba cuenta de nada. Cada uno tenía derecho a vivir su vida como mejor le pareciera.
-¡Mosquita muerta!- dijo Héctor, mientras Fernando trataba, sin resultado, de buscar en sus archivos algún as para distraer a todos.
-¡Ya pasamos, por fin! Y hoy no hay piquete…¡ Es nuestro día de suerte!-la voz de Fernando sonaba con un falsete impropio.
Latuada pensaba que, definitivamente, ése no era su día de suerte, que la taba había caído del lado malo  y que Flavia estaba perdida para siempre.
La ronda de frasquitos giraba en la cabeza de Miguel medio atontada por el beso y el perfume. Se atrevería. Ya era un hecho. ¡Qué carajo! No iba a ser el mismo boludo bueno de siempre. Si acá nadie iba preso por nada. Y menos por unos estúpidos frasquitos.
Pasó el peaje, y puso el coche al máximo. Para dejar atrás la combi y las miradas de sus habituales compañeros. Para dejarse llevar por el perfume de la uruguaya y por el gallego que seguía, con su voz de aguardiente, agregando pasión a la mañana.
-¿Se acuerdan de cuando la mujer de Miguel viajaba con nosotros?- la voz de Héctor escarbaba por mugre entre los pasajeros.
-Tenía que ir a hacerse controles médicos- aclaró Fernando, procurando poner paños fríos a lo que habían visto minutos antes.
-Algo debía sospechar la moza- terció doña Deolinda- seguramente en esos asaditos a los que no me convidabais debió percibir algo entre la uruguaya y su marido que la preocupó, y empleó las idas al médico como excusa
El charter también llegó al peaje, lo pasó sin dificultades y en un ratito estuvieron en la ciudad. Por ese día, los problemas estaban en la cabeza de los pasajeros pero la autopista descansaba de piquetes.