¡Corré, Flavia!
Estaban de acuerdo. Claro que se habían puesto de
acuerdo. El plan era tan simple que
Miguel no dudó por un segundo en el momento de tomar a la gallega como rehén. Ese
ardid les permitiría desaparecer dejando atrás un reguero de dudas y de
intrigas. Si total, después de ese mal trago no volvería a verla nunca más. Ni
a ella ni a Clara. Lo malo era que tampoco podría ver a Pauli. Pero donde
pensaban refugiarse con la uruguaya iba a encontrar la forma de hacerle llegar a
su hija lo que necesitara para que no le faltara nada. Claro, nada salvo su
papá, que había decidido quemar las naves, arrastrado por unos cuantos gramos
de dulzura siliconada y una ambición envidiosa de los “logros” de otros como
Divar en materia de chanchullos. Porque ésa, ninguna otra, era la palabra adecuada.
La ch de los quechuas servía para todo, hasta para definir como nadie la
indecencia.
Por eso, porque se habían puesto de acuerdo,
porque la rebelión les iba a servir de tapadera, corrían Flavia y Miguel entre
los yuyos que flanqueaban la autopista.
Ella y él habían dejado la noche anterior un poco
de ropa y los famosos frasquitos de
supuesto Domabrol en un bote con motor, escondido entre los juncales de
un rinconcito de Quilmes, justo a la altura del peaje en el que los pasajeros
del chárter
se habían rebelado. El dinero grande y la libertad eran cuestión de días.
Uruguay, papeles nuevos y una fortuna para disfrutar de a dos en algún punto
del mapa de esos que con solo poner el dedo en medio del océano hacen soñar.
¡Lástima que cada tanto tuvieran la sensación de que la gallega estaba con
ellos! Que giraba a su alrededor y que los gusanos de su pelo los miraban con reproche. Pero ahuyentaron esas
ideas porque habían visto a Doña Deolinda sumergirse en el chárter apenas pudo
liberarse de Miguel y su navaja. Simplemente: era imposible. Y solo producto de
algún resto de cargo de conciencia que les andaba dando vueltas.
Miguel iba adelante zigzagueando y Flavia lo
seguía. Habían perdido papeles en la corrida y la uruguaya tuvo que volver
atrás porque los zapatos se empeñaban en salir de sus pies como si no quisieran
hacerse cargo de la situación.
“¡Malditos zapatos! ¡Ahora te alcanzo!”, se
escuchó a la rubia. Miguel ni siquiera se dio cuenta de que la compañera
quedaba rezagada hasta que vio aparecer a los tipos detrás de unos arbustos.
¿Qué hacían en ese lugar tan desolado? La buscó instintivamente pero no la vio
y tuvo que enfrentar solo la situación. Enfrentar es una manera de decir.
Mientras se desangraba metido en una bolsa, sentía cómo lo arrastraban por la
tierra con las piedras que se clavaban en su espalda.
Después fue el río. Y nada más.
Deolinda Benítez, mientras tanto, era atendida en
el Moyano. Ella sabía. Pero calló lo suficiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario