Guarangadas
Una tarde de verano, pocos días después del asadito, Bernarda y Fernando
eran los únicos que en el chárter viajaban de regreso a La
Plata.
El abogado estaba de feria judicial, Flavia había ido unos días a Uruguay,
Doña Deolinda había quedado en casa por culpa de una insolación y Miguel Gómez
había informado que permanecería en Buenos Aires hasta entrada la noche por no
se sabía bien qué problema con la Aduana. Los alemanes tampoco habían llegado a
tiempo, así que el regreso era de a tres.
Bernarda ocupó su asiento de costumbre detrás de Héctor, el chofer, y
Fernando se sentó a su lado.
Si no fuera por los dientes…pensó el excombatiente.
A pesar de los hijos, la mala vida y la ausencia de varias muelas, Bernarda
se veía casi bonita iluminada por el sol que caía sobre la autopista. El
cabello castaño y lacio, la piel color caramelo, los ojos de mirada dulce, la
silueta marcada por la remera de algodón y el jean y los pies…Parecía mentira
que alguien con las manos tan gastadas pudiera tener esos pies tan hermosos.
Las sandalias los dejaban ver, y Bernarda aprovechaba el baño de servicio
de su patrona para salir de Barrio Norte hecha una espuma. No delataba, a
simple vista, la miseria de su rancho,
ni los pibes, ni el comedor comunitario, ni el callar ante la prepotencia de “la señora” cuando la
mandoneaba sin piedad en aquel living enorme que miraba al río.
Héctor también la miraba de reojo por el espejito mientras comenzaba a
pensar que no todos los negros eran de mierda y que “esa negrita” estaba lo
bastante fuerte como para pasar un buen rato con ella. Así que, imprudente,
empezó a mirarla casi en forma ofensiva y a decirle guarangadas.
-Decime, Bernarda: ¿hoy, que es viernes, no te querés venir conmigo a
Quilmes, a un boliche? No sabés los encantos escondidos que tengo para vos,
había agregado con una carcajada casi vomitiva. El único que nos escucha es
Fernando que de tan bueno ya es medio boludo, así que no va a decir nada
si decís que sí. Los llevo, me vuelvo a casa, me pego una ducha refrescante y
te paso a buscar. Empezamos en el baile, y después ¿quién te dice?, podemos
ir a un telo de la ruta. Total
vos ya estas de vuelta de todo y algunos mangos no te van a venir mal, no te parece?
Bernarda miraba por la ventanilla, y se hacía la tonta como para pasar el
mal trago y llegar a casa cuanto antes.
Ella estaba harta de esas cosas. Era como si ser pobre le diera patente de
puta y ella no era así. Se había equivocado con el padre de los gurises,
pero no iba a andar encamándose con cualquiera que se le pusiera por delante y
la uña de Héctor le daba por varios cuerpos patente de asqueroso.
Fernando se puso blanco. Él no se llevaba mal con nadie y hasta ahora había
tratado bien a Héctor, a pesar de que algunas cosas le molestaban, pero no
quería problemas. Bastante tenía él con sus miedos y recuerdos como para
enredarse en conflictos ajenos.
Pero lo del chofer con la paraguayita lo estaba superando. Ella eligió
cambiar de asiento e irse al último de todos. Asiento al que la siguió Fernando
sin mediar palabra. Cuando estaban pasando delante del mercado de las flores,
ahí donde hay un enorme centro comercial, Fernando le pidió al chofer que se
detuviera, y tomando muy fuerte la mano de Bernarda, bajaron del chárter y
comenzaron a caminar por la playa de estacionamiento, dejando a Héctor con una calentura que no apagaría ninguna
ducha por más fría que estuviera.
Berna se tomó como pudo de la mano de Fernando y, casi sin pisar el
pavimento, se encontró frente a su salvador en la puerta del centro comercial
más grande de la zona sur.
“Todos los patios
de comida son iguales”,
comentó él mientras le acercaba la silla a Bernarda, que no podía entender el
tratamiento tan gentil que recibía. La cerveza y los tostados no se hicieron
esperar y contribuyeron a paliar el disgusto con el que la pareja había bajado
del chárter.
Este Héctor es un animal desubicado, Berna, no le hagas caso., dijo
Fernando fastidiado.
Berna ni siquiera lloraba. Tenía callo frente a ciertas mortificaciones y
la sensación de estar frente a Fernando era tan placentera que borraba el mal
momento vivido.
Ahí empezó a hablar de sus cosas. De cómo había venido de Paraguay, con una
mano atrás y otra adelante, de cómo había ido a vivir con el padre de sus
hijos, de violencia y maltrato, de desamor, en definitiva. Fernando escuchaba,
atento y sin interrumpir. La voz de Bernarda era melodiosa y dulce, pero no
empalagaba el oído ni el corazón. Poquito a poco él también pudo contarle sobre
las sombras de Puerto Manzano, el frío, el hambre y el miedo, el tremendo miedo
de morirse allá en ese pedacito de tierra de que ahora nadie hablaba.
“De hoy en más nos
tendremos que cuidar de Héctor”, avisó Fernando. Berna asintió con la cabeza y ambos
subieron a un remís para terminar el camino a casa.
Sin embargo, cuando, de regreso a casa, Berna depositó el bolso sobre la
mesa, y comenzó a ordenar sus cosas, se pudo observar que, entre otras, había champú,
crema enjuague, jaboncitos y hasta fósforos con la publicidad del Hotel
Alojamiento “Las
Virginias”, el más
famoso de Sarandí y alrededores. Los chicos de Berna pensaron que la mamá había
cobrado algún manguito más en lo de la patrona y había decidido gastarlo en
esos pequeños lujos.
Hola Cati, he estado leyendo algunos de los capítulos. En otro momento continuaré pues la verdad es que me ha interesado. Te felicito por esta actividad.
ResponderEliminarGracias por el esfuerzo, Pilar, de leer esta historia escrita en un lenguaje que, en el caso de algunos personajes, te debe parecer casi ininteligible...Un abrazo grandote-
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