lunes, 14 de enero de 2013

Capítulo10: Guarangadas



Guarangadas
Una tarde de verano, pocos días después del asadito, Bernarda y Fernando eran los únicos que en el chárter viajaban de regreso a La Plata.
El abogado estaba de feria judicial, Flavia había ido unos días a Uruguay, Doña Deolinda había quedado en casa por culpa de una insolación y Miguel Gómez había informado que permanecería en Buenos Aires hasta entrada la noche por no se sabía bien qué problema con la Aduana. Los alemanes tampoco habían llegado a tiempo, así que el regreso era de a tres.
Bernarda ocupó su asiento de costumbre detrás de Héctor, el chofer, y Fernando se sentó a su lado.
Si no fuera por los dientespensó el excombatiente.
A pesar de los hijos, la mala vida y la ausencia de varias muelas, Bernarda se veía casi bonita iluminada por el sol que caía sobre la autopista. El cabello castaño y lacio, la piel color caramelo, los ojos de mirada dulce, la silueta marcada por la remera de algodón y el jean y los piesParecía mentira que alguien con las manos tan gastadas pudiera tener esos pies tan hermosos.
Las sandalias los dejaban ver, y Bernarda aprovechaba el baño de servicio de su patrona para salir de Barrio Norte hecha una espuma. No delataba, a simple vista,  la miseria de su rancho, ni los pibes, ni el comedor comunitario, ni el callar ante la prepotencia de la señora cuando la mandoneaba sin piedad en aquel living enorme que miraba al río.
Héctor también la miraba de reojo por el espejito mientras comenzaba a pensar que no todos los negros eran de mierda y que esa negrita estaba lo bastante fuerte como para pasar un buen rato con ella. Así que, imprudente, empezó a mirarla casi en forma ofensiva y a decirle guarangadas.
-Decime, Bernarda: ¿hoy, que es viernes, no te querés venir conmigo a Quilmes, a un boliche? No sabés los encantos escondidos que tengo para vos, había agregado con una carcajada casi vomitiva. El único que nos escucha es Fernando que de tan bueno ya es medio boludo, así que no va a decir nada si decís que sí. Los llevo, me vuelvo a casa, me pego una ducha refrescante y te paso a buscar. Empezamos en el baile, y después ¿quién te dice?, podemos ir  a un telo de la ruta. Total vos ya estas de vuelta de todo y algunos mangos no te  van a venir mal, no te parece?
Bernarda miraba por la ventanilla, y se hacía la tonta como para pasar el mal trago y llegar a casa cuanto antes.
Ella estaba harta de esas cosas. Era como si ser pobre le diera patente de puta y ella no era así. Se había equivocado con el padre de los gurises, pero no iba a andar encamándose con cualquiera que se le pusiera por delante y la uña de Héctor le daba por varios cuerpos patente de asqueroso.
Fernando se puso blanco. Él no se llevaba mal con nadie y hasta ahora había tratado bien a Héctor, a pesar de que algunas cosas le molestaban, pero no quería problemas. Bastante tenía él con sus miedos y recuerdos como para enredarse en conflictos ajenos.
Pero lo del chofer con la paraguayita lo estaba superando. Ella eligió cambiar de asiento e irse al último de todos. Asiento al que la siguió Fernando sin mediar palabra. Cuando estaban pasando delante del mercado de las flores, ahí donde hay un enorme centro comercial, Fernando le pidió al chofer que se detuviera, y tomando muy fuerte la mano de Bernarda, bajaron del chárter y comenzaron a caminar por la playa de estacionamiento, dejando a Héctor  con una calentura que no apagaría ninguna ducha por más fría que estuviera.
Berna se tomó como pudo de la mano de Fernando y, casi sin pisar el pavimento, se encontró frente a su salvador en la puerta del centro comercial más grande de la zona sur.
Todos los patios de comida son iguales, comentó él mientras le acercaba la silla a Bernarda, que no podía entender el tratamiento tan gentil que recibía. La cerveza y los tostados no se hicieron esperar y contribuyeron a paliar el disgusto con el que la pareja había bajado del chárter.
Este Héctor es un animal desubicado, Berna, no le hagas caso., dijo Fernando fastidiado.
Berna ni siquiera lloraba. Tenía callo frente a ciertas mortificaciones y la sensación de estar frente a Fernando era tan placentera que borraba el mal momento vivido.
Ahí empezó a hablar de sus cosas. De cómo había venido de Paraguay, con una mano atrás y otra adelante, de cómo había ido a vivir con el padre de sus hijos, de violencia y maltrato, de desamor, en definitiva. Fernando escuchaba, atento y sin interrumpir. La voz de Bernarda era melodiosa y dulce, pero no empalagaba el oído ni el corazón. Poquito a poco él también pudo contarle sobre las sombras de Puerto Manzano, el frío, el hambre y el miedo, el tremendo miedo de morirse allá en ese pedacito de tierra de que ahora nadie hablaba.
“De hoy en más nos tendremos que cuidar de Héctor, avisó Fernando. Berna asintió con la cabeza y ambos subieron a un remís para terminar el camino a casa.
Sin embargo, cuando, de regreso a casa, Berna depositó el bolso sobre la mesa, y comenzó a ordenar sus cosas, se pudo observar que, entre otras, había champú, crema enjuague, jaboncitos y hasta fósforos con la publicidad del Hotel Alojamiento Las Virginias, el más famoso de Sarandí y alrededores. Los chicos de Berna pensaron que la mamá había cobrado algún manguito más en lo de la patrona y había decidido gastarlo en esos pequeños lujos.

2 comentarios:

  1. Hola Cati, he estado leyendo algunos de los capítulos. En otro momento continuaré pues la verdad es que me ha interesado. Te felicito por esta actividad.

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  2. Gracias por el esfuerzo, Pilar, de leer esta historia escrita en un lenguaje que, en el caso de algunos personajes, te debe parecer casi ininteligible...Un abrazo grandote-

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