La coima del cabo Ortega
Otro día de calor en la autopista. El verano venía muy pesado. Las cosas
iban algo mejor que un tiempo atrás, pero la gente del chárter acusaba el
cansancio de los viajes y, sobre todo, de las trabas para avanzar con el
vehículo. Por más que se empeñaban, siempre aparecía alguna para detenerlos,
para hacerlos ir por la colectora, para que llegaran tarde a sus obligaciones.
“¡Es la tercera vez que nos paran esta semana!”, gritó,
indignado, Héctor al ver a la patrulla interceptando el paso de la camioneta en
la autopista.
“¿Qué me van a
pedir ahora? Ya jodieron con las balizas, con el botiquín y con las luces. ¿Qué
van a querer hoy, si ya nos conocen y saben que somos truchos, a
pesar nuestro? Ya les expliqué, les aclaré, los adorné. ¿Hoy de
nuevo?”
Sobre la camioneta todos empezaban a alterarse. Berna, pensando en la
patrona; Gonzalo, en que llegaba tarde a Tribunales. El único que parecía en
otro mundo, aunque en realidad estaba rabiando al ver a Flavia y al abogado,
enfrascados en una conversación en voz bajísima, era Miguel, que matizaba sus
celos con las conjeturas acerca de la reacción de Clara ante su carta.
Héctor comenzó a rascarse la oreja como buscando petróleo mientras frenaba
casi encima del coche policial.
“Buenos días,
señor”, dijo
el cabo Ortega, para escuchar como devolución un “buenas” seco como los pastos que crecían en la
ruta al calor de febrero.
“Documentos”…y el chofer
sacó de la guantera una bolsita de nylon sobada y resobada para justificar que
el vehículo era suyo, por lo menos.
-Usted sabe que no puede transportar pasajeros todos los días. ¿Verdad?
¿Usted sabe que este coche está trabajando en forma ilegal?
-Pero, jefe, tratamos de blanquear el charter y no pudimos,
¿Qué quiere que haga? ¿Qué me muera de hambre? Justo cuando teníamos los
papeles casi listos Salió la orden que nos cagó. La gente necesita
ir a la Capital, no le hago mal a nadie. La Río de la Plata no anda más. Los
trenes son un asco. Por lo menos así esta gente llega a destino y está
tranquila para volver también. Esta semana ya les dimos para el hogar policial…
-¿Hogar policial? ¿Y el mío? ¿Sabés, negro, los problemas que tengo yo en
el mío? Con lo que gano en la cana me alcanza para la comida y a gatas…A la noche
custodio una fábrica de galletitas, pero igual no alcanza…está difícil.
-Para nosotros también, viejo y ustedes no dejan de manguear*.
-Bueno, pero entre todos…no será tanto.
Flavia había dejado al abogado con la palabra en la boca, y, portando
busto, descendió de la camioneta para ser desnudada por los ojos del
coimero.
“Mire, doña,
vuelva a subir que acá no tiene nada que hacer”, le dijo el policía, incómodo.
La uruguaya avanzó hasta quedar a pocos centímetros del pecho del hombre haciéndolo retroceder. “Por
favor, “oficial””, le dijo. “Esta semana
perdónenos la vida. Es casi fin de mes y estamos tan pobres como ustedes”, agregó la
rubia, acompañando el ruego con un abanico de pestañas en vaivén.
“Señorita, no se
trata de pobreza, es que ustedes están viajando en un auto fuera de la ley, y
yo soy la ley acá.”
“Bueno, “oficial”, pero si le
prometemos que la semana que viene juntamos algo para usted, ¿no nos deja seguir?”, volvió a la carga la uruguaya.
Los de arriba del chárter, al ver que el policía comenzaba a derretirse en
parte entre las rodillas de la rubia, iniciaron a su vez el aguante casi casi
futbolero: “¡Qué nos
largue! Que nos largue!”,
gritaban a coro.
La vieja comenzaba a cambiar de color como si estuviera en Hiroshima
mientras hacía girar el rosario a velocidades vertiginosas.
Al policía se le erizaron los pelos debajo de la visera, y bajó las cejas
en una señal que fue interpretada por todos como una claudicación.
Fernando le gritó a Héctor: “Dale, subí de
una vez y la semana que viene vemos” Y la uruguaya aprovechó para treparse a la
camioneta mientras el policía se consolaba en la contemplación de sus glúteos
redonditos y sus muslos torneados.
Esta vez, la astucia, la lascivia y la unión de todos habían triunfado por
sobre las ganas de coimear del cabo Ortega.
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