“Las
Virginias”
Todo azul: la alfombra y el espejo en la pared y el olor a humedad. La
ducha se ve desde la pieza. No me va a gustar que él me vea bañándome ahí. Se
te ve toda. ¿No podrían haberle puesto una pared? La cama es enorme. Como mi
piecita entera. ¡Qué de luces! Fernando las sube y las baja con esa perillita.
La música es suave suave. Igual me siento rara acá. Ese cuadro…no entiendo muy
bien qué significa. Es muy gorda la mujer que está en la cama y ese viejo
horrible que la espía de atrás de la cortina. Todo azul: la colcha es finita
como mi vestido. ¿Por qué no me puse el rosa? Tuve que salir con la bombacha y
el corpiño más gastados. Tendría que haberle dicho que no venia pero es tan
dulce y se portó tan bien con lo que me estaba haciendo el asqueroso ése. Le
dije a la patrona que con lo que me paga no me puedo arreglar la boca. ¿No le
importará? Todo azul: la alfombra y el
espejo la colcha la cortina con florcitas la camisa de Fernando: todo azul. El
espejo ése del techo…Mejor me
voy a la parte del baño que queda cerrada así junto coraje. La tele no, mejor.
Música sí. Ya vengo esperame un cachito que me baño. ¿Juntos? Nunca me bañé con
nadie. Con el papá de los gurises todo era como se podía.
Nunca salimos de la villa ni hubo siquiera un lugar como éste más berreta.
Que te hagan de alguien a los trece años no es “hacer el amor”. Te sentís un
animal, fijate. Después te acostumbrás pero nunca sabés muy bien si alguna vez
vas a sentir las cosas que les pasan a las actrices de la tele en la novela que
a veces pispeo mientras plancho. Todo azul: el marquito del cuadro de
la gorda y el viejo también. Y el velador apoyado en el respaldo de la cama. No
me decido, pero… ¿para
qué vine entonces?, digo.
Todo azul. El olor a encierro mezclado con el del desodorante barato. La
cortina de raso y la colchita que se nota pensada para que dure un minuto ahí
sobre las sábanas cambiadas con apuro por alguna mucama grasienta. ¿Está bien
esto que estamos haciendo? No le debemos nada a nadie. A mí la piba me gusta
desde antes del día en que nos bajamos a brindar para fin de año en el bar de
Avellaneda. Tiene miedo, me parece. Esta habitación que nos dieron es tan
vulgar y tan obvia que me siento incómodo. Pero no se pueden pedir milagros de
decoración en un hotel alojamiento. ¿Qué les habrá dado por poner ese cuadro en
la pared? Los renacentistas tendrían que estar en el Louvre y no en un hotel de
cuarta al sur de Buenos Aires. Me parece que sería mejor poder pensar menos y
actuar más, pero es que ella también parece apocada ahora. No se mueve del
medio de esta pieza y yo no me animo a abrazarla tampoco. Todo azul: esas
alfombras juntan tierra y te queda el polvito pegado entre las manos y el
vestido pegado en esos pechos a los que les tengo ganas desde que vi a la
paraguaya sentadita al lado de la gallega aquella mañana en que subí al chárter
por primera vez.
Parece mentira todo lo que pasó desde entonces. Empezamos con asaditos y
ganas de poner los papeles de la camioneta en condiciones para poder viajar
tranquilos y hoy, tres años después, la vida nos encuentra en este telo
escapando de Héctor y su uña malparida. Y a mí se me mueve el cuello como
siempre desde que aquella bomba cayó tan cerquita, desgraciada…
Pero ahora estamos acá y me quiero olvidar de todo…
Vení, Berna, que te digo “rojaijú” como en
la novela de Migré que miraba mi vieja en la tele cuando yo era pibe. Y a
partir del “rojaijú” el cuello de
Fernando dejó de enarbolar la cabeza como un avestruz.
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