domingo, 20 de enero de 2013

Capítulo 16: Idas y vueltas de Flavia Estévanez


Idas y vueltas de Flavia Estévanez
Flavia abrió la ventana de su habitación cuando no eran, todavía, las seis y media de la mañana, y recibió de golpe toda la frescura del jardín amanecido en primavera. Desde que viajó en el ferry por primera vez a la Argentina, ella soñaba con esa ventana a la inglesa, con vidrios repartidos y biselados y con  ese jardín que para ella representaban un status infinitamente mejor que el que en aquel momento disfrutaba. La vida en Tacuarembó no tenía nada que ver con la que ahora llevaba, ciertamente.
Ese olor a pasto y a rocío le recordaban el perfume que tenían las flores que su abuela regaba todos los días en el jardín de la casita de la chacra de Caraguatá de la que estaba tan orgullosa. Flavia cerró los ojos para beber otra vez del tazón de café con leche recién ordeñada con la capa de nata así de gorda; sumergió, golosa, el pan con manteca en el tazón y caminó, mojándose el ruedo del camisón, entre las crestas de gallo, las dalias y las calas  que crecían, un tanto desordenadas, en uno de los tantos jardines del pueblo, patrimonio fundamental de sus habitantes, ya que el poblado era muy conocido por esos vergeles chúcaros pero infinitamente coloridos, sembrados a puro gajo y almácigo plantado en latitas de tomate oxidadas.  Tacuarembó no daba lugar a demasiado, a pesar de que el pueblito era precioso con ese río y las marmitas, esos huecos misteriosos donde a veces se escapaba Flavia para no hacer la tarea escolar. Ya entonces era una belleza, bien lo sabía. Lo había leído en los ojos de todos los botijas que se sentaban, cerquita, en el aula techada con chapas  de cinc donde les daban clase. Lo había leído también en los ojos de los dependientes de los pocos comercios del pueblo, pero, sobre todo, en los de Walter, el chico que vivía en la chacra vecina a la de la abuela Pancha. Walter daba vueltas como podía para tratar de acercarse y, ¿para qué negarlo? A Flavia le gustaba el cortejo. El galán tenía una mezcla de cristiano con charrúa que lo hacía doblemente seductor con esos ojazos celestes cuya mirada rebelde le había hecho perder aquella tarde en la Gruta de los Helechos y los Cuervos cuando conoció el amor por primera vez.
La gasa de la cortina acarició su mano, y la hizo volver a City Bell, a ese jardín tan prolijito, lleno de prímulas y flores de bordura en canteros primorosamente geométricos y escrupulosamente desyerbados. Ahí estaba. A punto de vender la casa en cuanto se terminara con los papeles de divorcio. Lástima los chicos Pero qué podía hacer si la cosa no daba para más.
El agua de la ducha y el jabón. Se le quitaron algunas melancolías al usarlos, pero solo para traerle otras. El agua en la cara y la cascada del arroyo Jabonería cuando Walter y ella se bañaban desnudos y reían como solo pueden reír los que tienen la vida por delante. El día en que armó la valijita y se subió al barquito, cuando él se quedó mirándola como aquél que sabe que ha perdido algo y nunca más lo va a recuperar.
La cinta y la bicicleta, las pesas y el elástico. Había que conservar lo que costó tan caro. El marido firmando el cheque para pagar las siliconas estaba ahora tan lejos como Walter y la cascada, así que lo mejor era concentrarse en el un dos, un dos y en los kilómetros y las calorías gastadas que marcaba el aparatito que medía los esfuerzos en la cinta. Claro que era bonita todavía. Lo sabía desde la mirada de todos sus compañeros de chárter. Pero quería seguir siéndolo. Ahora era una mujer independiente. Estaba comenzando a tener éxito en la inmobiliaria. Tenía la vida por delante. En cuanto vendieran la casa, se instalaría en un departamento más chiquito con los chicos y ¿quién la detendría?
El secador y el cepillo y el brushing. ¿Estaba bien que todavía se dejara el pelo largo? En Cosmopolitan decían que después de los treinta había que fijarse muy bien en ese tema para no parecer ordinaria. Cuando el vecino saltaba el alambrado, ella tenía el pelo color castaño hasta la cintura. Lacio y pesado. Se lo enjuagaba con té de manzanilla, a veces, para que se le volviera más clarito. Tenía que decirle al colorista que se lo oscureciera un poco. Estaba bien ser llamativa, pero rubia barata no. Ella era una mujer con clase. Claro que tener clase no significaba necesariamente ser asexuada. Para Flavia era muy importante esa atracción que despertaba en los demás a partir de su cuerpo. Por eso el undostrés y el pelo rubio y la máscara de palta con pepinos y las uñas a la francesa recién hechas. ¡Cómo la observaba Gonzalo Latuada desde el fondo del micro! A ella le resultaba muy interesante. Aunque, pensándolo: ¿cómo podía decir de un hombre que era alguien interesante? Para interesantes, un libro, o una peli. Pero, ¿un tipo? Por más que lo intentaba, ése era el adjetivo que mejor le cuadraba al abogado. Ella, ahora que era libre, no iba a engancharse con ningún pelafustán, como ese Miguel que la desnudaba cada vez que ella subía al micro, por más que mirándolo con detenimiento, tuviera algo en los ojos que le hacía recordar al Walter de la Cascada del Cañón del Arroyo Jabonería, allá en su Tacuarembó lejano.
El jean, la camisola, las sandalias. No hacía falta vestirse con traje sastre, todavía. Cuando la ropa es buena y la percha bien armada es más que suficiente”, pensó Flavia. El espejo le devolvió una botija de largos cabellos y pollera de algodón que, regadera en mano, cuidaba las flores de su abuela en un jardín lleno de dalias y copetes.
Valmain, Chanel, Dior. El tocador le ofreció una serie de frascos de perfume  casi vacíos. Algo queda todavía de la época del uno a uno””, pensó Flavia, y eligió J`adore para rematar el atuendo.
Sin embargo, el aire de City Bell seguía oliendo a lavanda de Tacuarembó.

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