Idas y vueltas de Flavia Estévanez
Flavia abrió la ventana de su habitación cuando no eran, todavía, las seis
y media de la mañana, y recibió de golpe toda la frescura del jardín amanecido
en primavera. Desde que viajó en el ferry por primera vez a la
Argentina, ella soñaba con esa ventana a la inglesa, con vidrios repartidos y
biselados y con ese jardín que para ella
representaban un status infinitamente mejor que el que en aquel momento
disfrutaba. La vida en Tacuarembó no tenía nada que ver con la que ahora
llevaba, ciertamente.
Ese olor a pasto y a rocío le recordaban el perfume que tenían las flores
que su abuela regaba todos los días en el jardín de la casita de la chacra de
Caraguatá de la que estaba tan orgullosa. Flavia cerró los ojos para beber otra
vez del tazón de café con leche recién ordeñada con la capa de nata “así” de gorda;
sumergió, golosa, el pan con manteca en el tazón y caminó, mojándose el ruedo
del camisón, entre las crestas de gallo, las dalias y las calas que crecían, un tanto desordenadas, en uno de
los tantos jardines del pueblo, patrimonio fundamental de sus habitantes, ya
que el poblado era muy conocido por esos vergeles chúcaros pero
infinitamente coloridos, sembrados a puro gajo y almácigo plantado en latitas
de tomate oxidadas. Tacuarembó no daba
lugar a demasiado, a pesar de que el pueblito era precioso con ese río y las
marmitas, esos huecos misteriosos donde a veces se escapaba Flavia para no
hacer la tarea escolar. Ya entonces era una belleza, bien lo sabía. Lo había
leído en los ojos de todos los botijas que se sentaban, cerquita, en el aula techada
con chapas de cinc donde les daban
clase. Lo había leído también en los ojos de los dependientes de los pocos
comercios del pueblo, pero, sobre todo, en los de Walter, el chico que vivía en
la chacra vecina a la de la abuela Pancha. Walter daba vueltas como podía para tratar
de acercarse y, ¿para qué negarlo? A Flavia le gustaba el cortejo. El galán
tenía una mezcla de cristiano con charrúa que lo hacía doblemente seductor con
esos ojazos celestes cuya mirada rebelde le había hecho “perder” aquella tarde
en la Gruta de los Helechos y los Cuervos cuando conoció el amor por primera
vez.
La gasa de la cortina acarició su mano, y la hizo volver a City Bell, a ese
jardín tan prolijito, lleno de prímulas y flores de bordura en canteros
primorosamente geométricos y escrupulosamente desyerbados. Ahí estaba. A punto
de vender la casa en cuanto se terminara con los papeles de divorcio. Lástima
los chicos… Pero
qué podía hacer si la cosa no daba para más.
El agua de la ducha y el jabón. Se le quitaron algunas melancolías al
usarlos, pero solo para traerle otras. El agua en la cara y la cascada del
arroyo Jabonería cuando Walter y ella se bañaban desnudos y reían como solo
pueden reír los que tienen la vida por delante. El día en que armó la valijita
y se subió al barquito, cuando él se quedó mirándola como aquél que sabe que ha
perdido algo y nunca más lo va a recuperar.
La cinta y la bicicleta, las pesas y el elástico. Había que conservar lo
que costó tan caro. El marido firmando el cheque para pagar las siliconas
estaba ahora tan lejos como Walter y la cascada, así que lo mejor era
concentrarse en el un dos, un dos y en los kilómetros y las calorías gastadas
que marcaba el aparatito que medía los esfuerzos en la cinta. Claro que era
bonita todavía. Lo sabía desde la mirada de todos sus compañeros de chárter.
Pero quería seguir siéndolo. Ahora era una mujer independiente. Estaba
comenzando a tener éxito en la inmobiliaria. Tenía la vida por delante. En
cuanto vendieran la casa, se instalaría en un departamento más chiquito con los
chicos y ¿quién la detendría?
El secador y el cepillo y el brushing. ¿Estaba bien que todavía se dejara
el pelo largo? En Cosmopolitan decían que después de los treinta había que
fijarse muy bien en ese tema para no parecer ordinaria. Cuando el vecino saltaba
el alambrado, ella tenía el pelo color castaño hasta la cintura. Lacio y
pesado. Se lo enjuagaba con té de manzanilla, a veces, para que se le volviera
más clarito. Tenía que decirle al colorista que se lo oscureciera un poco.
Estaba bien ser llamativa, pero rubia barata no. Ella era una mujer con clase.
Claro que tener “clase” no significaba
necesariamente ser asexuada. Para Flavia era muy importante esa atracción que
despertaba en los demás a partir de su cuerpo. Por eso el undostrés y el pelo
rubio y la máscara de palta con pepinos y las uñas a la francesa recién hechas.
¡Cómo la observaba Gonzalo Latuada desde el fondo del micro! A ella le
resultaba muy interesante. Aunque, pensándolo: ¿cómo podía decir de un hombre
que era alguien “interesante”? Para interesantes,
un libro, o una peli. Pero, ¿un tipo? Por más que lo intentaba, ése era el
adjetivo que mejor le cuadraba al abogado. Ella, ahora que era libre, no iba a
engancharse con ningún pelafustán, como ese Miguel que la desnudaba cada vez
que ella subía al micro, por más que mirándolo con detenimiento, tuviera algo
en los ojos que le hacía recordar al Walter de la Cascada del Cañón del Arroyo
Jabonería, allá en su Tacuarembó lejano.
El jean, la camisola, las sandalias. No hacía falta vestirse con traje
sastre, todavía. “Cuando
la ropa es buena y la percha bien armada es más que suficiente”, pensó Flavia. El espejo
le devolvió una botija de largos cabellos y pollera de algodón que, regadera en
mano, cuidaba las flores de su abuela en un jardín lleno de dalias y copetes.
Valmain, Chanel, Dior. El tocador le ofreció una serie de frascos de
perfume casi vacíos. “Algo queda
todavía de la época del “uno a
uno””, pensó Flavia, y
eligió J`adore para rematar el atuendo.
Sin embargo, el aire de City Bell seguía oliendo a lavanda de Tacuarembó.
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