Después de las tormentas
-No te preocupes, linda, que en esta vida todo se
soluciona- la voz de Fernando sonaba tranquilizadora. Había llamado a Bernarda
apenas ella le había puesto el mensaje.
-Te voy a buscar ya. Mi oficina queda cerca. Caminá
por Coronel Díaz y esperame en la puerta de la iglesia que está en la
esquina...Sí. La que tiene cerco de rejas. En la misma manzana de la plaza.
-Ahí voy.
Fernando no estaba acostumbrado a tener que consolar
a una mujer. Con cuarenta y pico de años encima no se había animado nunca a
tener una pareja estable. Pero la paraguayita lo podía, ¿a qué negarlo? Lo
hacía olvidar de todas las cosas que no había olvidado en tantos años. Su
cuerpo y su calor entibiaban el frío de las islas, el hambre, las mentiras de
aquellos días de guerra que nunca había podido despegar de su vida y
que se habían convertido en ese tic desgraciado que le mantenía la cabeza en
vilo poniéndolo en ridículo.
Apenas la vio, apretando la bolsa de consorcio con
los trapos viejos vestigio de su empleo, una ola de ternura lo invadió, y abrazándola fuerte, fuerte, trató de
animarla y darle consuelo.
-Todo pasa, Berna, vamos a encontrar un camino,
estoy seguro- la voz sonaba tranquilizadora y la muchacha se dejó abrazar, reconfortar. Por primera vez tenía un hombre al lado. Un hombre de verdad,
por más que la cabeza se le estuviera desprendiendo de los hombros a cada paso
que daban por Coronel Díaz casi llegando a Santa Fe.
Se sentaron a tomar café con leche con tostados en
una de esas confiterías que hacen ostentación de boiserie y cuero rojo. El día
había sido terrible. El cabo Ortega, la vieja como rehén, el piquete, las
declaraciones ante la policía por cortar la autopista y la desaparición de Miguel y Flavia, sumados al
despido, eran más de lo que cualquiera podía tolerar.
Fernando rumiaba en su cabeza por soluciones, pero
pensar en que Berna y sus “gurises” fueran a vivir a su casa no
era una idea fácil de digerir. Bernarda
lloraba despacito y Fernando se derretía cada vez más con la pena de la
paraguayita.
Los mozos contemplaban, asombrados, a esa pareja
tan despareja. Pero cualquier buen observador se hubiera dado cuenta de que ahí
había amor del más legítimo. Ése que rompe con los límites que ponen los
prejuicios y el “qué dirán”.
Finalmente Fernando concluyó:
-Mirá, Berna, hoy no podemos resolver demasiado,
pero te prometo que no vas a estar sola en ésta.
-Es que yo no pretendo nada, Fernando. Solamente
conseguir un trabajo nuevo y seguir adelante con mi vida.
-Tu vida ya no es solo tu vida. Te metiste en la
mía y no quiero dejarte sola. Hay que buscar una solución más allá de un
trabajo. Dejame pensar unos días, por favor…
-Gracias, Fernando, no pensé nunca que alguien
como vos podía ocuparse de mí. Y lo que hoy me pasó con la patrona no puedo
sacármelo de la cabeza. Hace cinco años que estoy con ella y me tiró a la calle
como si no sirviera para nada. Voy a encontrar otro trabajo pero no sé, me
parece que no me merecía tanto maltrato.
Él le tomó las manos por sobre las tazas. Esas
manos que tanto sabían de detergente y lavandina se dejaban sostener por las
manos prolijas de Fernando, que le trasmitían protección, más allá de cualquier
distancia hecha de convenciones
sociales.
-Te quiero- dijo él por primera vez en su vida.
-Yo también te estoy queriendo, pero no quiero
aprovecharme.
-Eso te hace más linda todavía. Y hace que te
quiera más
El café con leche ya no estaba. Ni los tostados. Llegó
el momento de aflojarse recordando la aventura de la autopista, de deshacerse
en conjeturas acerca de lo que habría pasado con Flavia y Miguel. Hasta que
Berna comenzó a pensar en Doña Deolinda. En dónde y cómo estaría su compañera
de tantas idas y vueltas en el chárter trucho. Resolvieron averiguarlo.
Y terminaron en el Moyano, en el preciso momento en que “la gallega” salía con
el alta.
“Os perdono a todos” la voz de la mujer parecía
venida de los bosques de sus islas. Y el pelo se veía más agusanado que nunca,
sin embargo Berna la abrazó como se abraza a la madre y la invitó a dormir en
su casa.
Fernando no podía creer lo que estaba viendo: su
amor y esa mujer misteriosa y trastornada, del brazo y por la calle.
“Mañana será otro día”, se dijo, en cuanto el remís
dejó a Bernarda y Doña Deolinda a pocos pasos de la villa.
Curiosa experiencia, voy leyendo (como lo recomendaría Cortazar) salteado y aún así cada post me resulta interesante. Besos.
ResponderEliminarNuevamente gracias...pensé que ya no había lectores para mi charter...un abrazo
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