jueves, 17 de enero de 2013

Capítulo 13: Los frasquitos



Los frasquitos
El jefe de expedición llamó a Miguel a su despacho varios meses antes de que éste dejara la carta para Clara sobre la almohada. Miguel no imaginaba para qué. El pelado Divar siempre le había parecido un buen tipo con cara de infeliz de modo que no le despertó sospecha alguna. Pero lo que tuvieron que escuchar sus castos oídos no tuvo nombre. O sí, sí que lo tuvo.
-Mirá, Gómez. Queremos consultarte si es posible que nos separes una cuantas cajitas con frasquitos vacíos de Domabrol para mandar a Europa. Tenemos allá un amigo que las necesita. ¿Contamos con tu colaboración, Miguel?
-No comprendo bien lo que me pedís, Divar. ¿Para qué querrían frasquitos vacíos de Domabrol en  Europa?
-Mira, Miguel. No te puedo dar más explicaciones, por ahora. Es orden de Gonzálvez. Me imagino que no vas a querer llevarle la contra.
-Pero esos frasquitos pueden llenarse con cualquier cosa. ¡Me estás jodiendo!
-¡Cómo se te ocurre que el director de un laboratorio tan importante como el nuestro se va a dedicar a cualquier cosa, Gómez? De ninguna manera. Te digo que es un favor que nos pidieronPero si no querés, dejá, que ya vamos a ver cómo nos arreglamos
Miguel  giró lentamente el picaporte de la puerta de la oficina de Divar. Tenía miedo de perder el trabajo al no aceptar lo de los frasquitos que le proponían. Pero la mano venía pesada. Debían estar muy enganchados ya para tratar de enredarlo a él que era solamente el Jefe del Laboratorio en esa empresa de medio pelo con aspiraciones a más.
¡Medio pelo! Ésa era la clave de lo que venía sintiendo. Miguel comprendía que de seguir así no iba a salir nunca de la medianía. De la mujer, la casita y de ese maldito colectivo en el que todos los días tenía un problema nuevo. Y eso, con suerte, si no le ocurría como a tantos, que habían pasado de ser medio pelo a cagado de hambre en un país donde  la clase media comenzaba a desaparecer con los hijos deseducados en un rock cumbianchero interminable, con los padres inventando microemprendimientos de kioskito y almacén con cuatro latas en las estanterías..
Miguel se sentó en una banqueta del laboratorio, pero al rato tuvo que encerrarse en su oficina. La cabeza le daba vueltas. ¿Qué iban a poner en los frasquitos? Si él aceptaba, ¿quedaría complicado en caso de que estuvieran haciendo un negocio sucio? Y, si no aceptaba, ¿lo echarían?
Había un poco más de trabajo en el país en ese entonces, pero tampoco era cuestión de tirar el empleo por la borda. Miguel pensó en su compañera Laura que por esos días estaba de licencia, y la llamó por teléfono:
-Decime, Laura: vos tenés idea de en qué pueden andar Gonzálvez y Divar? Me acaban de pedir que deje unas cuantas cajas con frasquitos vacíos para que ellos se las hagan llegar a no sé quién en Europa.
….
-¿Vos los viste?
¿Qué me aconsejás?
Miguel pensó, entonces, que quizás su destino final sería una hermosa melena completa y no el medio pelo para el que había nacido, aunque tuviera que correr algunos riesgos. Total, aunque ya no era la época del capicúa en que nadie iba preso por más que hubiera volado algún polvorín que otro, esto no dejaba de ser un lugar donde lo trucho permanecía siempre  a la moda.

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