Los frasquitos
El jefe de expedición llamó a Miguel a su despacho varios meses antes de
que éste dejara la carta para Clara sobre la almohada. Miguel no imaginaba para
qué. El pelado Divar siempre le había parecido un buen tipo con cara de infeliz
de modo que no le despertó sospecha alguna. Pero lo que tuvieron que escuchar
sus castos oídos no tuvo nombre. O sí, sí que lo tuvo.
-Mirá, Gómez. Queremos consultarte si es posible que nos separes una
cuantas cajitas con frasquitos vacíos de Domabrol para mandar a Europa. Tenemos
allá un amigo que las necesita. ¿Contamos con tu colaboración, Miguel?
-No comprendo bien lo que me pedís, Divar. ¿Para qué querrían frasquitos
vacíos de Domabrol en Europa?
-Mira, Miguel. No te puedo dar más explicaciones, por ahora. Es orden de
Gonzálvez. Me imagino que no vas a querer llevarle la contra.
-Pero esos frasquitos pueden llenarse con cualquier cosa. ¡Me estás jodiendo!
-¡Cómo se te ocurre que el director de un laboratorio tan importante como
el nuestro se va a dedicar a cualquier cosa, Gómez? De ninguna manera. Te digo
que es un favor que nos pidieron…Pero si no querés, dejá, que ya vamos a ver cómo nos
arreglamos…
Miguel giró lentamente el picaporte
de la puerta de la oficina de Divar. Tenía miedo de perder el trabajo al no
aceptar lo de los frasquitos que le proponían. Pero la mano venía pesada.
Debían estar muy enganchados ya para tratar de enredarlo a él que era solamente
el Jefe del Laboratorio en esa empresa de medio pelo con aspiraciones a más.
¡Medio pelo! Ésa era la clave de lo que venía sintiendo. Miguel comprendía
que de seguir así no iba a salir nunca de la medianía. De la mujer, la casita y
de ese maldito colectivo en el que todos los días tenía un problema nuevo. Y
eso, con suerte, si no le ocurría como a tantos, que habían pasado de ser “medio pelo” a “cagado de hambre” en un país
donde la clase media comenzaba a
desaparecer con los hijos deseducados en un rock cumbianchero interminable, con
los padres inventando “microemprendimientos” de kioskito y
almacén con cuatro latas en las estanterías..
Miguel se sentó en una banqueta del laboratorio, pero al rato tuvo que
encerrarse en su oficina. La cabeza le daba vueltas. ¿Qué iban a poner en los
frasquitos? Si él aceptaba, ¿quedaría complicado en caso de que estuvieran
haciendo un negocio sucio? Y, si no aceptaba, ¿lo echarían?
Había un poco más de trabajo en el país en ese entonces, pero tampoco era
cuestión de tirar el empleo por la borda. Miguel pensó en su compañera Laura
que por esos días estaba de licencia, y la llamó por teléfono:
-Decime, Laura: vos tenés idea de en qué pueden andar Gonzálvez y Divar? Me
acaban de pedir que deje unas cuantas cajas con frasquitos vacíos para que
ellos se las hagan llegar a no sé quién en Europa.
….
-¿Vos los viste?
…
¿Qué me aconsejás?
…
Miguel pensó, entonces, que quizás su destino final sería una hermosa
melena completa y no el medio pelo para el que había nacido, aunque tuviera que
correr algunos riesgos. Total, aunque ya no era la época del “capicúa” en que nadie
iba preso por más que hubiera volado algún polvorín que otro, esto no dejaba de
ser un lugar donde “lo
trucho”
permanecía siempre a la moda.
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