Hacía frío. Ese frío húmedo que baja una niebla
espesa sobre los suburbios de Buenos Aires y a veces se atreve a sobrevolar la
ciudad entera de gris y de tristeza.
El cabo Ortega y sus acólitos habían estado
presionando más que de costumbre y los del chárter estaban cansados de vaquitas
y de coimas. Por otra parte, sentían que nadie tenía derecho a imponer sobre
ellos el poder por la fuerza. “Son negros de acá”, sostenía Flavia, señalando
con un dedo su teñida melena rubia de “deliciosa muñequita perfumada”, ante la
mirada de reproche de Fernando y la aprobación de Héctor que, desde se quedara
sin uña, gracias a los gusanos de Doña Deolinda, estaba más rabioso que nunca.
“Hoy no lo vamos a permitir”, sentenció Miguel.
“Si el cabo Ortega vuelve a pararnos, le vamos a hacer frente. ¡Basta de
extorsiones y de aprietes!” La osadía era la perfecta cortina para otros planes
que lo tenían, junto a Flavia, absolutamente atrapado.
El cabo Ortega los esperaba varios cientos de
metros antes del peaje e inició los ademanes para parar la combi trucha, que se detuvo para no aplastarlo.
fueron bajando uno por uno e
hicieron cordón, impidiendo que los coches que los seguían pudieran avanzar.
Comenzaron a aplaudir y a gritar como los mejores. Todos menos Fernando y
Latuada que solo continuaron con el cordón, sin escándalos aunque firmes en su
puesto.
Detrás del cabo Ortega comenzaron a congregarse
los verdaderos piqueteros de siempre, y el aire se puso más gris y más húmedo
todavía mientras el frío calaba los
huesos de todos y los restos de una helada apenas insinuada se derretían,
aumentando lo destemplado de la circunstancia.
De repente, Miguel tomó por detrás a “la gallega”,
y poniéndole al cuello una navaja suiza, de esas revestidas de nácar rojo,
carísimas, comenzó a decir: “¡o nos dejás pasar o la vieja es boleta!
“¿Qué haces, hijo mío, qué haces?”, la voz de la
anciana sonaba atemorizada.
Ortega no
podía creer lo que estaba viendo. Los del chárter no podían actuar así. Eso era
lógico para los que estaban a sus espaldas, pero los otros, el abogado, el
ingeniero, la vendedora de departamentos no podían bajar a ese nivel. ¿Qué les
pasaba? Mientras tanto, el grupo que tenía a sus espaldas retrocedía hasta
quedar en la banquina como si estuvieran mirando un Boca- River en la
Bombonera. A lo lejos, se oía una sirena. Quizás una ambulancia que procuraba
abrirse paso entre la fila de autos detenidos.
Berna temblaba, y sentía pena por Doña Deolinda pero
seguía gritando en apoyo de sus compañeros de suplicio ante la mirada atónita
de los de la tribuna. A pesar de que daba mucha pena lo que se veía a la legua:
que la paraguaya era de los suyos y sin embargo apoyaba a los conchetos. En el
piquete estaban hasta los alemanes que nunca se integraban a nada. Eran varios
años de calvario. Había que acabar de una vez por todas. Sin embargo, en un
momento dado, Berna comenzó, compasiva, a pedir bajito, a Miguel, que quitara
la navaja del cuello de la gallega.
Ortega se corrió, acomodándose al frente de los de
la banquina y se produjo la corrida de los del chárter. La vieja logró
escabullirse de la navaja de Gómez y se zambulló en la combi seguida por los
otros.
A la combi ya no subieron ni Flavia ni Miguel.
Habían desaparecido en la confusión del momento. Los demás fueron a parar a la
comisaría. Menos la levitante, que terminó en la guardia del Moyano.
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