Después de la carta
Clara estaba resuelta a hacer como si nada pasara, como si la carta de
Miguel no hubiera sido escrita jamás. Estaba dispuesta a desoír las voces y las
miradas de los últimos asados y a no dar por cierto ningún indicio de que su hombre ya no le pertenecía.
Estaba dispuesta, pero tenía la certidumbre de que el desamor hecho papel en la
mesita de luz tenía causas tangibles, causas que ella no había sabido
transformar.
Hasta el momento nada habían valido sus intentos para descubrir algo más en
sus viajes en el chárter con una excusa apenas creíble. Sin embargo, ella sentía
que Flavia era la responsable del cambio de Miguel. Bueno, Flavia y la rutina,
el haber dejado de luchar juntos, la pegajosa sensación de un día tras otro de
monotonía. Flavia y sus propias pocas ganas de arreglarse más, de seguir
coqueteando como cuando recién comenzaran la vida juntos, con Miguel. La casa
de City Bell había resultado demasiado cara. Y el chárter una porquería. Si
su hombre hubiera seguido yendo en coche, la uruguaya sería solamente una
vecina de su mamá pero nada más mientras que
ahora era la enemiga. Definitivamente: la enemiga. Lo que Clara no podía
entender era que él libraba sus batallas más allá de ella. Egoístamente solo.
Y, pensándolo bien, en absoluta fidelidad a su esencia. Tal vez nunca habían
tenido una lucha de a dos, como no fuera la que sirviera para levantar la casa
a puro pulmón.
Dormían juntos ignorándose. Haciendo como si al lado no hubiese nadie. Y
Miguel se levantaba, apurando la partida con dos o tres mates lavados, para
huir cuanto antes y volver solamente cuando el día hubiera terminado. Clara,
con Paula en la escuela, daba vueltas
por la casa como un perrito al que el dueño deja solo todo el día. No lograba
hacer nada que realmente fuera importante. Después, desganada, rumiaba penas,
sentada a su escritorio y volvía a la casa, que en otros tiempos había sido la
de sus sueños, para cenar a solas con Pauli y, a veces, de a tres con Miguel,
más solas que si de verdad él no estuviera. Porque él estaba y no estaba. Nada
compartía de su vida, de sus esperanzas, de sus sueños. Sin embargo, después de un tiempo de lamer heridas, Clara
lo pensó mejor. Contrataría un detective. Alguien que le dijera en qué andaba
su marido. Ése al que se negaba tercamente a perder por más que supiera que la
batalla estaba lejos de ganarse.
-¿Qué quiere saber, señora?- preguntó el hombre.
-Si mi marido me engaña y con quién y, además en qué anda. Él es Ingeniero
Químico, pero tengo la sensación inexplicable de que está en algo raro. Le pido
que lo investigue y me ayude a orientarme un poco para decidir cómo sigo con mi
vida y con la de mi hija.
-Le va a costar alrededor de…
-El costo es lo de menos. Lo importante es que la investigación esté bien
hecha y documentada. Otra cosa. Son muy importantes los viajes de ida y vuelta
a Buenos Aires en el chárter. Hay una mujer… Flavia, una
uruguaya rubia y siliconada, que me parece que mucho tiene que ver en todos los
cambios de mi esposo.
-Descuide, nos ocuparemos y sabrá muy pronto a qué atenerse- la voz sonó
tranquilizadora para Clara que, dio por terminada la entrevista.
-Espero entonces sus noticias.
-En cuanto las haya.
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