El día
en que Bernarda casi pierde su empleo
Corre por Coronel Díaz hasta doblar por Juncal. Pasa apurada por la garita
de control del edificio soportando la mirada insidiosa del guardia. Se mete
corriendo por la puerta chiquita escondida detrás del enorme salón de recepción
del edificio, con sus vidrios en doble altura y esos sillones mullidos, esas
mesas cuadradas de travertino contundente y todos esos otros mármoles en pisos
y paredes, que preanuncian el lujo insultante de los departamentos a los que se
va a ingresar.
No le hace falta tocar timbre. La dueña de casa abre la puerta, y Berna ya
está en esa cocina enorme, donde brillan el acero inoxidable y el vidrio en los
frentes de los muebles, que ya molestan de tan minimalistas. Berna mira el piso
y piensa cuánto trabajo le cuesta mantener todo tan inmaculado como un
quirófano. Y qué lejos está de la olla en la fogata en la que su mamá cocinaba
la sopa paraguaya casi en medio de la selva. Qué lejos del chipá vendido en
Becalde-Cué, cuando ni siquiera tenía zapatos y se dejaba picar por los
mosquitos porque podía volver a casa con un poco de aceite o de azúcar que
harían la vida un poquito menos dura.
Tal vez, piensa, si consigo aguantar a esta mujer un tiempo más ahorre lo
suficiente como para poder llevar a los gurises a que conozcan a
su abuela…
-¿Te parecen horas de llegar, Berna?
-Es que no sabe lo que me pasó, señora…
-Mirá, estoy cansada de excusas. O te venís a vivir acá, y te tomo con cama
adentro o encontrás otra forma de viajar desde Villa Elisa al Centro. Sólo a mí
se me ocurre tomar a alguien que vive en La Plata. Y encima pagarle el chárter.
-Si usted viajara un solo día ahí, señora. Cuando el Río de la Plata dejó
de funcionar, el chárter era un chiche: nuevito, ¡divino!, pero ahora, después
de tres años, es un asco y todos los días se le rompe algo.
-A mí no me interesa si se convirtió en una porquería. Yo te necesito acá a las
ocho a más tardar. ¿Me entendés? Carlos quiere el desayuno bien servido, y yo
no tengo ganas de tanto juguito y tantas tostadas. Bastante que lo aguanto como
para andar con mucha vuelta. Y los chicos dejan todo tirado, así que si vos me
clavás o venís a las tantas, no me servís de nada. ¿Me entendés? Última vez que
te lo digo. Si no nos convenimos: vos, a tu casa, y yo me busco otra chica.
Berna ha ido siguiendo sumisamente a su patrona a través del enorme
departamento, hasta el inmenso living comedor, que de tan grande tiene tres
juegos de sillones diferentes perfectamente ensamblados en color y forma. Sobre
la mesa de comedor, un Lladró casi grosero por lo enorme mira la escena en los
ojitos de sus pastores y ovejitas, mientras un gigantesco mueble de raíz de
nogal, demasiado nuevo, exhibe sus vidrios romboidales con marquitos de bronce
de manera casi impúdica frente a la boca casi sin muelas de la paraguaya.
Bernarda aprieta fuerte, fuerte los dientes que le quedan. Mira, con ojos
llenos de lágrimas, el río allá, tan lejos, como sólo puede verse en un piso
como ése o en los de la Avenida del Libertador, donde todo sigue igual o mejor
que en otros tiempos y piensa que si se queda sin ese trabajo le va a ser
difícil mantenerse. ¿Qué hace con los cien pesos del “Plan Trabajar”? Ni para la
leche de los pibes… Trata
de juntar coraje y vuelve a explicar de un tirón:
-Aparte, señora, usted no sabe cómo está la policía. Todos los días una
excusa nueva: que si el chofer no tiene la habilitación, que si las luces, que
si los frenos. Todo para coimear.
-No me interesa si los para la policía, Berna, por algo será. Éstos de los chárter
son unos especuladores, pero te repito: o llegás a horario o se acabó.
-¡Ay, señora! ¡Si supiera los sacrificios que tengo que hacer para soportar
arriba de esa camioneta! Usted no sabe lo que es viajar con la vieja que se
sienta adelante. Trata de caer simpática, pero para mí que hace algún truco,
porque cuando la miro es como si flotara “así” de alto por arriba del asiento…Yo la miro, y
entonces le salen como vidrios por los ojos. La vieja sube antes, y me espera,
quiere que me siente al lado de ella. Y para colmo, empieza: “Dios te salve,
María…” meta y
ponga a un rosario de madera que tiene un olor rarísimo. Una vez le pregunté y
me dijo que se lo habían traído de Roma, que estaba bendecido por el Papa, que
olía a rosas. Pero señora, ese olor no es de rosas, no sé, pero es asqueroso. Y
no le digo nada del que maneja…es una bestia. A mí me odia. Se le nota en la manera que
me dice “subí,
chinita”. Yo no
nací en la China, señora, y si tengo los ojos chiquitos es porque allá en
Paraguay todos los tenemos así. La verdad, es muy incómodo ese chárter.
Si no fuera porque necesito la plata…
-Bueno, terminála con tanta pavada, que voy a creer que te trastornaste si
seguís diciendo que viajás al lado de una vieja que levita y escupe vidrio por
los ojos. ¡Serás pava!
-Y mucho más, señora…Hoy pasó
de todo. Primero la policía, que nos revisó otra vez. El muchacho que se sienta
atrás mío les habló un rato largo, y trató de que nos dejaran llegar a Buenos
Aires, pero la cana lo que quería era guita y
tuvimos que poner un poco cada uno para que la camioneta pudiera seguir. Y
después, lo que pasó fue que se pinchó una goma y nos subieron a un micro viejo
de larga distancia de esos que van a Mar del Plata y que ahora llevan cosas al
Mercado Central. A la vieja, como los asientos estaban ocupados con mercadería,
la hicieron sentarse en el baño. ¡Cómo gritaba! Para mí que golpeaba la cabeza
contra el techo, que es tan bajito…
La señora comienza a mostrarse impaciente. El fastidio se marca en las
comisuras de esa boca que ya conoce de las tensiones de varias cirugías, en el
ceño fruncido a pesar suyo, en cada dedo de las finas manos alhajadas.
-Bueno, Berna, ya te dije, no me cuentes más. Ponéte a trabajar. Empezá con
la platería, que está negra. A Carlos ya lo atendí yo.
Y tratá de llegar a tiempo, que lo que sobran en este momento son chicas
como vos que necesitan un trabajo.
Bernarda ya no dirá más. No contará que tiene miedo del chofer, que esos
viajes la enloquecen porque el ambiente en ese chárter trucho se
ha vuelto tan denso que casi puede verse y tocarse. Bernarda toma el limpiametales y
la franela, pone diarios sobre la mesa
de la cocina, y comienza a frotar la platería como si en ello se le fuera lo
poco que le queda de la vida miserable que le toca vivir.
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