jueves, 31 de enero de 2013

Capítulo 27: “Déjenlo en mis manos”


“Déjenlo en mis manos”
El estudio del Doctor Latuada estaba muy cerca de Tribunales. En una de esas calles de edificios de los años cuarenta con pequeños balcones de hierro negro torneado y zaguanes revestidos en mármol. La oficina no tenía nada de extraordinario pero el abogado detrás del escritorio enorme se veía importante. Berna observaba con curiosidad el juego de tinteros y papel secante y la lapicera color borravino con capuchón de oro, mientras sus ojitos daban vuelta alrededor de las cuatro esquinas de cuero que enmarcaban el papel verde, apenas manchado con alguna firma en espejo. Berna se preguntaba para qué servía ese objeto que para ella era desconocido. Para qué se necesitaban en estos tiempos esos elementos que parecían venidos de un museo.
“Déjenlo en mis manos”. Éso dijo Latuada cuando Fernando y ella le contaron sus cuitas algunos días después de que la patrona pusiera a la paraguaya en la calle. Latuada se estaba ocupando también de defender a todos los pasajeros del chárter trucho y a él mismo frente a las acusaciones de sedición a raíz del último episodio en el que se habían perdido Miguel y la uruguaya. “Este chárter trucho es una fuente de trabajo increíble” había pensado Latuada.
“Déjenlo en mis manos”. Repitió el abogado desde sus anteojos vidrio grueso, que completaban su imagen de autoridad y suficiencia.
Por suerte para él, los anteojos no dejaban traslucir sus pensamientos. Pero por las dudas salió un momento del despacho. Los viajes en la autopista en esos años compartidos y el último episodio, con la desaparición de Flavia y Miguel, habían hecho que los tres se sintieran en el mismo barco aunque provinieran de circunstancias tan diferentes. Latuada valoraba a Fernando. El excombatiente había sido siempre buena gente. Mucho mejor que él. Fernando, sin dobleces, íntegro, le recordaba cómo había sido él, el Doctor Gonzalo Latuada antes de los Tribunales y las entregas. Antes de los vamos y vamos y la soledad de estar casado por conveniencia. Antes de las piernas bronceadas de la uruguaya que, ahora, cuando su desaparición la volvía inalcanzable, se le antojaba más linda que nunca. El abogado se reprochaba a cada paso el no haberse atrevido a más en su momento, el haberle dejado el campo libre a Miguel. “Para qué”, se decía, “Debí actuar distinto”. “Fui un idiota”. “Y ahora no puedo arrancarla de mi cabeza y, lo que es peor, de mis deseos y de mi corazón.” “¿Dónde carajo se habrán metido  con el ingenierito?” Y así, mientras el monólogo lo acosaba sin salida y, lo peor, sin esperanza. Latuada volvió a la oficina para terminar de atender a sus nuevos clientes.
Acordaron que él se ocuparía de los reclamos de indemnizaciones por despido y que “sería considerado en cuanto a honorario aunque, qeneralmente, son los empleadores los que pagan”. La pareja se fue del bufet convencida de que habían hecho un buen trato.
-Vas a ver, Berna, que Latuada consigue  que la patrona te pague hasta el último centavo- aseguró Fernando siempre optimista.
-No sé, Fernando, a veces los abogados se arreglan entre ellos y la señora tiene muchos conocidos, pero ahora voy a tener que esperar y confiar mientras busco otro trabajo. Hoy la gallega estaba mejor y creo que se va a volver a su casa, así que desde mañana…
La cabeza de Fernando estaba más movediza que de costumbre. Eso le ocurría cada vez que una idea lo rondaba. “Estoy solo”, “ya tengo más de cuarenta y vivo bien”, “a quién tengo que rendirle cuentas más que a mi mismo” eran las variables.
-Mirá, Berna, estuve pensando que, si querés, podés venirte a casa con los chicos y lo del trabajo lo vamos viendo…
Se sentaron en un banco de Plaza Lavalle porque Berna comenzó a llorar. Primero suavecito y después a mares. Fernando la abrazó con ternura, mientras con el revés del dedo índice iba borrando las lágrimas.
-Venimos de mundos muy distintos, Fernando. No creo que lo que me decís tenga sentido.
Y, a decir verdad, eran muchas las cosas que no tenían sentido, comenzando por la desaparición de Flavia y de Miguel en medio de un momento que de tan absurdo los volvía locos cada vez que lo evocaban.

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