De perfumes y otras yerbas
Amanecía en City Bell. El jardín reverberaba verdes pero, a la vez, se veía
un poco abandonado desde la ventana del dormitorio. Flavia había terminado con
la ducha y Dior inundaba nuevamente la habitación. “Otro día de
sufrimiento para viajar“,
pensaba, cuando sonó el teléfono.
-Hola, Flavia, soy Miguel. Te llamo para comentarte que por unos días voy a
ir con el coche a Buenos Aires. Aunque tenga pago el chárter. No doy más de
aguantar tanto problema en la autopista. Y Héctor está más loco que un plumero… ¿Querés viajar
conmigo? Te pasaría a buscar a las siete y media.
-Fantástico, Miguel, ya estoy bañada. Te espero.
Flavia recién bañada. Menuda promesa, Miguel. ¡Lástima que tu suegra viva
tan cerca! Y Fernando, ligustrina por medio… pero en realidad, no te hagas ilusiones… Latuada le
tiene echado el ojo y el ojo de Latuada vale por dos, con esos anteojitos de
corte intelectual y ese aire de sábelo todo.
Mientras iba llegando a las casas de techos de teja francesa, con ese
césped corto y bien regado Miguel calculaba cómo tenía que hacer para
contactarse con los interesados en los frascos de Domabrol y cómo conseguiría
el verdadero tesoro que éstos debían contener para seguir los pasos de Divar y
su socio. Llamaría tal vez a Martín, su viejo compañero de la universidad, que
también trabajaba en una empresa química, y le propondría el negocio que los
haría salir de pobres. Más que de pobres, de la anodina medianía en que se
sentía sumergido. No, mejor lo haría solo. Si casi le daban ganas de compartir
con Flavia la adrenalina de esta nueva etapa que estaba por comenzar…
-Hola, “preciosa”- apenas pronunciada la frase, Miguel fue consciente
de su vulgaridad. Vulgaridad que en la uruguaya no hizo mella. No había nada
mejor que esa palabra para hacerla sentir una reina.
-¿Un cafecito?
-Hoy, te lo agradezco. Estoy un poco apurado, pero otro día vengo con más
tiempo, ¿te parece?
Subieron al coche. Miguel no podía dejar de mirar el escote de Flavia.
Compararlo con el desvaído de Clara lo hacía desear cada vez más a la uruguaya.
El cafecito no debía postergarse.
Dior resonaba en la cabina del auto.
-Qué perfume usás, Flavia?
-J’Adore…¿Te gusta?
-Te va justo. Es como si lo hubiesen hecho para vos. Debe ser una de las
razones por las que Latuada se muestra tan perdido cuando está al lado tuyo.
-¿Vos decís?
-Él dice. Con los ojos, con el modo, con las ganas que te tiene y apenas
disimula.
-A mi marido no le gustaba…
-¿Latuada? A mí tampoco me hubiera gustado si fuera tu marido, Flavia…
-No, el perfume, decía que en mí quedaba barato. Una manera más de
desanimarme. Y una de las razones por las que se terminó todo. Ésa y su falta
de ambición, de atreverse…
-Hablando de atreverse, estoy con un proyecto para el que hacen falta más
agallas de las que creo tener pero si no lo emprendo de una vez, no sé, nunca
voy a llegar a nada.
-¿Es legal?
-Decíme en este país qué proyecto legal te va a llevar a volverte rico,
Flavia…
-Imagino que no podés contarlo.
-Si seguimos viajando juntos unos días voy a animarme, no te creas…
-¿A contármelo?
-¿Y a qué pensabas?
- No sé, los hombres son tan raros algunas veces…
Llegaban al peaje. La fila era interminable. En el coche sonaba Sabina y
estaban por dar las once y las doce y la una… El perfume y los pechos de Flavia: todos para
Miguel, que se inclinó para besarla.
-¿No era que te ibas a animar dentro de unos días?- dijo Flavia después de
devolver el beso con ganas.
En la fila de al lado: el chárter, el maldito chárter, con Latuada asomando su estupor por la
ventanilla, los contemplaba sin piedad.
La vieja golpeó a Berna en el brazo mientras comenzaba de nuevo sus
elevaciones, sus “Dios te
salve”.
Bernarda hizo como que no se daba cuenta de nada. Cada uno tenía derecho a
vivir su vida como mejor le pareciera.
-¡Mosquita muerta!- dijo Héctor, mientras Fernando trataba, sin resultado,
de buscar en sus archivos algún as para distraer a todos.
-¡Ya pasamos, por fin! Y hoy no hay piquete…¡ Es nuestro día de suerte!-la voz de
Fernando sonaba con un falsete impropio.
Latuada pensaba que, definitivamente, ése no era su día de suerte, que la
taba había caído del lado malo y que
Flavia estaba perdida para siempre.
La ronda de frasquitos giraba en la cabeza de Miguel medio atontada por el
beso y el perfume. Se atrevería. Ya era un hecho. ¡Qué carajo! No iba a ser el
mismo boludo bueno de siempre. Si acá nadie iba preso por nada. Y menos por
unos estúpidos frasquitos.
Pasó el peaje, y puso el coche al máximo. Para dejar atrás la combi
y las miradas de sus habituales compañeros. Para dejarse llevar por el perfume
de la uruguaya y por “el
gallego” que
seguía, con su voz de aguardiente, agregando pasión a la mañana.
-¿Se acuerdan de cuando la mujer de Miguel viajaba con nosotros?- la voz de
Héctor escarbaba por mugre entre los pasajeros.
-Tenía que ir a hacerse controles médicos- aclaró Fernando, procurando
poner paños fríos a lo que habían visto minutos antes.
-Algo debía sospechar la moza- terció doña Deolinda- seguramente en esos asaditos
a los que no me convidabais debió percibir algo entre la uruguaya y su marido
que la preocupó, y empleó las idas al médico como excusa…
El charter también llegó al peaje, lo pasó sin dificultades y en un ratito
estuvieron en la ciudad. Por ese día, los problemas estaban en la cabeza de los
pasajeros pero la autopista descansaba de piquetes.
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