martes, 22 de enero de 2013

Capítulo 18: De perfumes y otras yerbas...


De perfumes y otras yerbas
Amanecía en City Bell. El jardín reverberaba verdes pero, a la vez, se veía un poco abandonado desde la ventana del dormitorio. Flavia había terminado con la ducha y Dior inundaba nuevamente la habitación. Otro día de sufrimiento para viajar, pensaba, cuando sonó el teléfono.
-Hola, Flavia, soy Miguel. Te llamo para comentarte que por unos días voy a ir con el coche a Buenos Aires. Aunque tenga pago el chárter. No doy más de aguantar tanto problema en la autopista. Y Héctor está más loco que un plumero ¿Querés viajar conmigo? Te pasaría a buscar a las siete y media.
-Fantástico, Miguel, ya estoy bañada. Te espero.
Flavia recién bañada. Menuda promesa, Miguel. ¡Lástima que tu suegra viva tan cerca! Y Fernando, ligustrina por medio pero en realidad, no te hagas ilusiones Latuada le tiene echado el ojo y el ojo de Latuada vale por dos, con esos anteojitos de corte intelectual y ese aire de sábelo todo.
Mientras iba llegando a las casas de techos de teja francesa, con ese césped corto y bien regado Miguel calculaba cómo tenía que hacer para contactarse con los interesados en los frascos de Domabrol y cómo conseguiría el verdadero tesoro que éstos debían contener para seguir los pasos de Divar y su socio. Llamaría tal vez a Martín, su viejo compañero de la universidad, que también trabajaba en una empresa química, y le propondría el negocio que los haría salir de pobres. Más que de pobres, de la anodina medianía en que se sentía sumergido. No, mejor lo haría solo. Si casi le daban ganas de compartir con Flavia la adrenalina de esta nueva etapa que estaba por comenzar
-Hola, preciosa”- apenas pronunciada la frase, Miguel fue consciente de su vulgaridad. Vulgaridad que en la uruguaya no hizo mella. No había nada mejor que esa palabra para hacerla sentir una reina.
-¿Un cafecito?
-Hoy, te lo agradezco. Estoy un poco apurado, pero otro día vengo con más tiempo, ¿te parece?
Subieron al coche. Miguel no podía dejar de mirar el escote de Flavia. Compararlo con el desvaído de Clara lo hacía desear cada vez más a la uruguaya. El cafecito no debía postergarse.
Dior resonaba en la cabina del auto.
-Qué perfume usás, Flavia?
-JAdore…¿Te gusta?
-Te va justo. Es como si lo hubiesen hecho para vos. Debe ser una de las razones por las que Latuada se muestra tan perdido cuando está al lado tuyo.
-¿Vos decís?
-Él dice. Con los ojos, con el modo, con las ganas que te tiene y apenas disimula.
-A mi marido no le gustaba
-¿Latuada? A mí tampoco me hubiera gustado si fuera tu marido, Flavia
-No, el perfume, decía que en mí quedaba barato. Una manera más de desanimarme. Y una de las razones por las que se terminó todo. Ésa y su falta de ambición, de atreverse
-Hablando de atreverse, estoy con un proyecto para el que hacen falta más agallas de las que creo tener pero si no lo emprendo de una vez, no sé, nunca voy a llegar a nada.
-¿Es legal?
-Decíme en este país qué proyecto legal te va a llevar a volverte rico, Flavia
-Imagino que no podés contarlo.
-Si seguimos viajando juntos unos días voy a animarme, no te creas
-¿A contármelo?
-¿Y a qué pensabas?
- No sé, los hombres son tan raros algunas veces
Llegaban al peaje. La fila era interminable. En el coche sonaba Sabina y estaban por dar las once y las doce y la una El perfume y los pechos de Flavia: todos para Miguel, que se inclinó para besarla.
-¿No era que te ibas a animar dentro de unos días?- dijo Flavia después de devolver el beso con ganas.
En la fila de al lado: el chárter, el maldito chárter, con Latuada asomando su estupor por la ventanilla, los contemplaba sin piedad.
La vieja golpeó a Berna en el brazo mientras comenzaba de nuevo sus elevaciones, sus Dios te salve. Bernarda hizo como que no se daba cuenta de nada. Cada uno tenía derecho a vivir su vida como mejor le pareciera.
-¡Mosquita muerta!- dijo Héctor, mientras Fernando trataba, sin resultado, de buscar en sus archivos algún as para distraer a todos.
-¡Ya pasamos, por fin! Y hoy no hay piquete…¡ Es nuestro día de suerte!-la voz de Fernando sonaba con un falsete impropio.
Latuada pensaba que, definitivamente, ése no era su día de suerte, que la taba había caído del lado malo  y que Flavia estaba perdida para siempre.
La ronda de frasquitos giraba en la cabeza de Miguel medio atontada por el beso y el perfume. Se atrevería. Ya era un hecho. ¡Qué carajo! No iba a ser el mismo boludo bueno de siempre. Si acá nadie iba preso por nada. Y menos por unos estúpidos frasquitos.
Pasó el peaje, y puso el coche al máximo. Para dejar atrás la combi y las miradas de sus habituales compañeros. Para dejarse llevar por el perfume de la uruguaya y por el gallego que seguía, con su voz de aguardiente, agregando pasión a la mañana.
-¿Se acuerdan de cuando la mujer de Miguel viajaba con nosotros?- la voz de Héctor escarbaba por mugre entre los pasajeros.
-Tenía que ir a hacerse controles médicos- aclaró Fernando, procurando poner paños fríos a lo que habían visto minutos antes.
-Algo debía sospechar la moza- terció doña Deolinda- seguramente en esos asaditos a los que no me convidabais debió percibir algo entre la uruguaya y su marido que la preocupó, y empleó las idas al médico como excusa
El charter también llegó al peaje, lo pasó sin dificultades y en un ratito estuvieron en la ciudad. Por ese día, los problemas estaban en la cabeza de los pasajeros pero la autopista descansaba de piquetes.

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