sábado, 19 de enero de 2013

Capítulo 15: La mañana del día siguiente



La mañana del día siguiente
No había bruma en la autopista esa mañana. Por el contrario, el cielo  anunciaba un día maravilloso y soleado. Pero en el chárter el humor de la mayoría de los pasajeros era gris y con preanuncios de tormenta.
Héctor manejaba, enceguecido de bronca y celos por la manera en que la tarde anterior Fernando había arrancado de sus garras asquerosas a la chirusita paraguaya para, presumiblemente, concretar un encuentro en Las Virginias, que era el hotel alojamiento más conocido de la zona. La chirusita, así le gustaba a él llamar a Bernarda, como si su propia alcurnia proviniera de alguna casta de la nobleza.
Seguro, seguro que se la llevó a la cama este mosca muerta. Con solo ver la cara de ella puedo jurarlo…¡Hijo de puta!, masticaba el chofer mientras espiaba por el espejito retrovisor buscando en la expresión dulce del rostro de Bernarda y en la rigidez de alerta del torso de Fernando las señales inequívocas de que se habían entregado uno al otro sin reservas.
El ex-combatiente se debatía entre la tímida alegría de la tarde noche azul, el temor a la represalia de Héctor y las dudas sobre la reacción de Berna el día después. Fernando no se sentía seguro de nada. Era muy torpe con las mujeres y todo había empezado tan mal que aun cuando Bernarda fuera una mujer tan sencilla, para él era casi imposible que se animara a  una segunda vez.
Sin embargo, Berna estaba levitando en espíritu casi al mismo nivel en que Doña Deolinda lo hacía con el cuerpo. Espiaba de reojo a Fernando y evocaba cada caricia, cada beso, cada palabra porque esa tarde noche azul en Las Virginias había sido la primera vez  que se había sentido tratada como una mujer. Por eso se había puesto tan linda esa mañana para ir a lustrar los candelabros de la señora y estaba tan contenta que no le importaban los posibles rezongos que, en caso de retrasarse, le tocaría escuchar.
En tanto, la uruguaya se revolvía en su asiento, que cada día le resultaba más incómodo. Sentía la nuca taladrada por los ojos de Latuada y la sien izquierda, por la mirada insistente de Miguel. “¿Quién me manda ponerme minifalda?, se preguntaba sabiendo perfectamente la respuesta. Su necesidad de agradar, de seducir, venía con ella desde sus incursiones por los  jardines de Tacuarembó y la cascada vecina. Quizás, si sus padres no la hubieran dejado tanto con la abuela
La cabeza de Miguel daba vueltas y vueltas en torno a los frasquitos. Tenía que animarse. ¿Quiénes eran los hijos de puta de Divar y Gonzalvez para comerse solitos toda la torta y para colmo, a su costa, con su responsabilidad sobre los dichosos envíos? Él también podía buscarse las conexiones y salir de la mediocridad para siempre. A la mierda con City Bell, Clara y la mar en coche, aunque Pauli no tenía la culpa del aburrimiento de sus padres ni de las piernas de Flavia cruzando y descruzando en el asiento del otro lado del pasillo del chárter. Esos pelitos rubios que le tapan las venitas de la sien, ese escote en ve con el nacimiento de los pechos a la vista, qué me importa que tengan siliconas; al lado de los de Clara son una gloria y se nota que Flavia los disfruta o quiere, por lo menos…”.
De repente: el parate otra vez. Combinación de desgraciados. La policía y el piquete juntos. Los bombos, el apriete, el llegar tarde, el mangazo, el odio entre casi iguales otra vez, y ya iban
Fernando, viendo que Héctor parecía dispuesto a arremeter con las hordas piqueteras y también contra las policiales, trató de calmarlo. Pero esta vez la uña del chofer se le clavó en la cara después de tirarle un gancho, mientras el coche se tambaleaba haciendo peligrar el statu quo interno. Él también estaba furioso.
Fernando se sentó, mientras Berna le alcanzaba un pañuelo para secar las gotitas de sangre que le rodaban por la mejilla.
El chofer puso primera. Arremetió contra una gorda con la cabeza cubierta con un trapo  con el que trataba de protegerse del sol. La gorda lo vio venir y dio un salto al costado por lo que el chárter continuó avanzando. Después trató de llevarse puesto a alguien idéntico al cabo Ortega, que, advertido por lo que le había pasado a la gorda, hizo un ole de último momento. Y así, poco a poco, matoneando gente, Héctor y su chárter llegaron al peaje, que también transpusieron sin pagar.
Por esta vez habían ganado.
-¿Qué te pasa, negro, nos querés matar?, dijo Latuada tocándose reiteradamente el puente del marco de los anteojos, con una alteración más que evidente.
-Mire, Doctor, ya no aguanto que nos paren estos cirujas y que para colmo la cana no haga nada. Lo único que sabe es pedir guita- repuso Héctor, hirviendo de furia.
-Está bien, pero por eso no tenés que arremeter contra la gente. Podrías haber matado a alguno- se alzó, tímidamente la voz de Fernando.
-¡Vos, mejor calláte, que bien la hiciste ayer con la paragua!- Héctor no podía aguantar el rencor de haber sido vencido en la conquista tan inapropiada que intentara.
-Bernarda es una mujer grande, y sabe bien lo que hace- replicó Fernando.
-Sí, encamarse con un boludo como vos, que lo único que sabe es estirar el cogote como una lombriz.
-¡Dejen de discutir por mí, por favor!- terció Berna, poniéndose colorada pero a la vez, sintiéndose halagada por la disputa entre Héctor y Fernando.
Héctor detuvo el coche en la banquina. Las ganas que le tenía al ex-soldado explotaron en un aluvión de golpes que, en su mayoría, fueron al viento. Berna lloraba, mientras Latuada y Miguel trataban de sacarle a Fernando de encima porque se había transformado en un  tornado que amenazaba con dejarlo hecho hilachas. La vieja comenzó a girar sobre sí misma, y diciendo algo ininteligible empezó a despedir los gusanos de su pelambre, que iban cayendo sobre Héctor y se dirigían a sus manos hasta paralizárselas.
-¡Gracias, doña!- la voz de Bernarda sonó a canción agradecida mientras los ocupantes del chárter veían acercarse una patrulla de control. Una vez más iban a perder la mañana.
Latuada tomó las llaves, dio arranque y se alejó a toda velocidad rumbo a Buenos Aires mientras Héctor trataba de quitarse los gusanos de las manos, y se miraba con horror la famosa uña: ¡había desaparecido!
Nada fue igual desde ese día. Tanto en la ruta como en el chárter las cosas habían cambiado y no había vuelta atrás.

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