La mañana del día siguiente
No había bruma en la autopista esa mañana. Por el contrario, el cielo anunciaba un día maravilloso y soleado. Pero
en el chárter el humor de la mayoría de los pasajeros era gris y con
preanuncios de tormenta.
Héctor manejaba, enceguecido de bronca y celos por la manera en que la
tarde anterior Fernando había arrancado de sus garras asquerosas a la “chirusita
paraguaya” para,
presumiblemente, concretar un encuentro en Las Virginias, que era el hotel
alojamiento más conocido de la zona. La “chirusita”, así le
gustaba a él llamar a Bernarda, como si su propia alcurnia proviniera de alguna
casta de la nobleza.
“Seguro, seguro
que se la llevó a la cama este mosca muerta. Con solo ver la cara de ella puedo
jurarlo…¡Hijo de
puta!”,
masticaba el chofer mientras espiaba por el espejito retrovisor buscando en la
expresión dulce del rostro de Bernarda y en la rigidez de alerta del torso de
Fernando las señales inequívocas de que se habían entregado uno al otro sin
reservas.
El ex-combatiente se debatía entre la tímida alegría de la tarde noche
azul, el temor a la represalia de Héctor y las dudas sobre la reacción de Berna
“el día después”. Fernando no se
sentía seguro de nada. Era muy torpe con las mujeres y todo había empezado tan
mal que aun cuando Bernarda fuera una mujer tan sencilla, para él era casi
imposible que se animara a una segunda
vez.
Sin embargo, Berna estaba levitando en espíritu casi al mismo nivel en que
Doña Deolinda lo hacía con el cuerpo. Espiaba de reojo a Fernando y evocaba
cada caricia, cada beso, cada palabra porque esa tarde noche azul en Las
Virginias había sido la primera vez que
se había sentido tratada como una mujer. Por eso se había puesto tan linda esa
mañana para ir a lustrar los candelabros de “la señora” y estaba tan contenta que no le importaban los
posibles rezongos que, en caso de retrasarse, le tocaría escuchar.
En tanto, la uruguaya se revolvía en su asiento, que cada día le resultaba
más incómodo. Sentía la nuca taladrada por los ojos de Latuada y la sien
izquierda, por la mirada insistente de Miguel. “¿Quién me manda ponerme minifalda?”, se preguntaba
sabiendo perfectamente la respuesta. Su necesidad de agradar, de seducir, venía
con ella desde sus incursiones por los
jardines de Tacuarembó y la cascada vecina. Quizás, si sus padres no la
hubieran dejado tanto con la abuela…
La cabeza de Miguel daba vueltas y vueltas en torno a los frasquitos. Tenía
que animarse. ¿Quiénes eran los hijos de puta de Divar y Gonzalvez para comerse
solitos toda la torta y para colmo, a su costa, con su responsabilidad sobre
los dichosos envíos? Él también podía buscarse las conexiones y salir de la
mediocridad para siempre. A la mierda con City Bell, Clara y la mar en coche,
aunque Pauli no tenía la culpa del aburrimiento de sus padres ni de las piernas
de Flavia cruzando y descruzando en el asiento del otro lado del pasillo del
chárter. “Esos
pelitos rubios que le tapan las venitas de la sien, ese escote en ve con el
nacimiento de los pechos a la vista, qué me importa que tengan siliconas; al
lado de los de Clara son una gloria y se nota que Flavia los disfruta o quiere,
por lo menos…”.
De repente: el parate otra vez. Combinación de desgraciados. La policía y el
piquete juntos. Los bombos, el apriete, el llegar tarde, el mangazo,
el odio entre casi iguales otra vez, y ya iban…
Fernando, viendo que Héctor parecía dispuesto a arremeter con las hordas
piqueteras y también contra las policiales, trató de calmarlo. Pero esta vez la
uña del chofer se le clavó en la cara después de tirarle un gancho, mientras el
coche se tambaleaba haciendo peligrar el statu quo interno. Él también estaba
furioso.
Fernando se sentó, mientras Berna le alcanzaba un pañuelo para secar las
gotitas de sangre que le rodaban por la mejilla.
El chofer puso primera. Arremetió contra una gorda con la cabeza cubierta
con un trapo con el que trataba de
protegerse del sol. La gorda lo vio venir y dio un salto al costado por lo que
el chárter continuó avanzando. Después trató de llevarse puesto a alguien
idéntico al cabo Ortega, que, advertido por lo que le había pasado a la gorda,
hizo un “ole” de último
momento. Y así, poco a poco, matoneando gente, Héctor y su chárter llegaron al
peaje, que también transpusieron sin pagar.
Por esta vez habían ganado.
-¿Qué te pasa, negro, nos querés matar?, dijo Latuada tocándose
reiteradamente el puente del marco de los anteojos, con una alteración más que
evidente.
-Mire, Doctor, ya no aguanto que nos paren estos cirujas y
que para colmo la cana no
haga nada. Lo único que sabe es pedir guita…- repuso Héctor, hirviendo de furia.
-Está bien, pero por eso no tenés que arremeter contra la gente. Podrías
haber matado a alguno- se alzó, tímidamente la voz de Fernando.
-¡Vos, mejor calláte, que bien la hiciste ayer con la paragua!-
Héctor no podía aguantar el rencor de haber sido vencido en la conquista tan
inapropiada que intentara.
-Bernarda es una mujer grande, y sabe bien lo que hace- replicó Fernando.
-Sí, encamarse con un boludo como vos, que lo único que
sabe es estirar el cogote como una lombriz.
-¡Dejen de discutir por mí, por favor!- terció Berna, poniéndose colorada
pero a la vez, sintiéndose halagada por la disputa entre Héctor y Fernando.
Héctor detuvo el coche en la banquina. Las ganas que le tenía al ex-soldado
explotaron en un aluvión de golpes que, en su mayoría, fueron al viento. Berna
lloraba, mientras Latuada y Miguel trataban de sacarle a Fernando de encima
porque se había transformado en un tornado que amenazaba con dejarlo hecho
hilachas. La vieja
comenzó a girar sobre sí misma, y diciendo algo ininteligible empezó a despedir
los gusanos de su pelambre, que iban cayendo sobre Héctor y se dirigían a sus
manos hasta paralizárselas.
-¡Gracias, doña!- la voz de Bernarda sonó a canción agradecida mientras los
ocupantes del chárter veían acercarse una patrulla de control. Una vez más
iban a perder la mañana.
Latuada tomó las llaves, dio arranque y se alejó a toda velocidad rumbo a
Buenos Aires mientras Héctor trataba de quitarse los gusanos de las manos, y se
miraba con horror la famosa uña: ¡había desaparecido!
Nada fue igual desde ese día. Tanto en la ruta como en el chárter las cosas
habían cambiado y no había vuelta atrás.
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