sábado, 12 de enero de 2013

Capítulo 8: El asadito




El asadito
El jardín de los Gómez no era demasiado grande. Pero tenía una pileta, bordeada en dos de sus lados por canteros con alegrías del hogar multicolores, que equilibraban, en parte, la ausencia de césped y hacían muy agradable y fresco el lugar, sobre todo en ese mediodía de enero en que el sol caía a pique en City Bell. El cielo, impecablemente azul y la atmósfera transparente presagiaban un día glorioso.
Pauli, la hija de Miguel y Clara, tomaba sol en una reposera blanca, de plástico, mientras los dos varones de Flavia chapoteaban en el agua, salpicando a la casi adolescente que fruncía el labio superior como muestra de fastidio.
En el quincho, estructura de madera y techo de paja, con una simpática parrilla rebosante de leña de quebracho, los hombres acompañaban a Miguel, ya que era, como dueño de casa, el encargado del asado. Tampoco el quincho se veía muy grande en la casa de los Gómez. Se percibía en los detalles el hecho de que toda la casa había sido hecha a pulmón, que no sobraba nada, aunque tampoco se echaba nada en falta: tenía lo justo y necesario.
En la cocina, mientras tanto, la mujer de Miguel y la uruguaya lavaban la lechuga y preparaban la ensalada.
"Yo no le pondría los condimentos hasta el momento de servir, ¿no te parece?", decía Clara, con lágrimas en los ojos por la cebolla- procurando ser amable con la visitante, mientras pensaba para sí en esos últimos años junto a Miguel y en la extraña sensación que la invadía, desde hacía un tiempo, de vivir junto a un desconocido. ¿No sería esta mujer la responsable de los cambios de humor, de su indiferencia? Siempre había sido un marido tierno y considerado, pero desde que había trabado una relación más importante con sus compañeros de viaje del chárter estaba tan distinto: como apagado, distante. Trató de desechar los malos pensamientos, y sonrió a Flavia, mientras le propuso: "¿Les llevamos un vermú a los muchachos?"
Así fue como, a puro corte de queso y salamín, comenzaron las confidencias y Flavia le habló a Clara de su divorcio, de sus ganas de mudarse y de cuánto le gustaban los ojos del abogado que viajaba en el fondo del chárter. Clara suspiró aliviada. El destinatario de las simpatías de la rubia era hombre ajeno. Tal vez, eso de los cambios en el humor de su marido era sólo por la crisis, y por las dificultades con la plata.
En el equipo de audio, trasladado al quincho en una mesita auxiliar, sonaba la Bersuit y "La argentinidad al palo" parecía confirmarse en esa reunión de amigos hechos a partir de los viajes cotidianos y la lucha contra las trabas que día a día jalonaban el recorrido de la autopista.
¿Qué más argentino que ese compartir un asadito un domingo todos juntos y continuarlo en un truco, acompañado de mate con factura?
"Va por la Chapultepec, anda por la Tehuotemoc", cantaba Fernando mientras iba, bamboleándose, a lavar los chinchulines para ayudar al asador.
Gonzalo, el abogado, ponía distancia entre su torso bronceado y el humo de la parrilla. No le gustaba el olor que impregnaba todo después de acompañar a la preparación del asado. Su mujer se había quedado dormida al sol, en otra reposera igualita a la de Pauli, y él aprovechaba para mirar de reojo a la uruguaya que, en malla, se había transformado en un imán poderoso para todos los ojos masculinos que participaban del asado (incluidos los de Miguel Gómez, por supuesto).
"Ya están listos los chorizos" sentenció Miguel y, para deleite de todos, comenzó el ritual del almuerzo.
"¡Un aplauso para el asador!" fue el colofón de ese mediodía. Miguel alzó los brazos mientras unía las manos en señal de triunfo y agradecimiento.
Después de la ensalada de fruta comenzó el truco. Como eran tres los varones presentes, y para el truco se necesitan cuatro, Flavia se ofreció a completar el grupo formando pareja con Gonzalo.
Las tres y media de la tarde suele ser una hora crítica cuando de pasar el día en casa ajena se trata. Los chicos se ponen pesados. La mujeres, fastidiosas de tanto limpiar grasa en fuentes, platos y cubiertos y los hombres, acalorados por el fuego, el sol y el vino y sin poder arrojarse a la pileta "para no cortar la digestión", insoportablemente malhumorados y, a veces, hasta pendencieros.
Pero no fue el caso de los jugadores de aquella tarde. La presencia del busto de la rubia, embutido en un corpiño verde manzana muy pero muy generoso, los hizo ser tan gentiles como pocas veces se vio. Los tres se disputaban los favores de la compañera que no tenía ojos, aparentemente, más que para Gonzalo Latuada. Ojos y pies descalzos. En un juego sutil debajo de la mesa comenzó a arañar el pie del compañero de truco y fue correspondida. Miguel intuyó que algo pasaba, y levantó el mantel, lo que provocó el inmediato retorno de las extremidades a sus respectivos lugares. El fin de las partidas tuvo lugar a partir de la invitación o tal vez imposición- que le hiciera Clara, celosa, a su marido: "¿Te espero en la pileta, Miguel? ¿Me vas a dar un poco de bolilla ahora?"
Fernando, mientras tanto, lamentaba estar sin pareja. Le dio por pensar en Berna, que no había podido ir con ellos, a pesar de que todos los pasajeros del charter, menos Doña Deolinda, habían sido invitados. El día que se habían detenido en Avellaneda para brindar por el fin de año, Berna se había vestido muy bien -tal vez con ropa heredada de su patrona- y se veía preciosa la chinita. Fernando no era prejuicioso como para no poder pensar a Berna como una mujer tan linda como la uruguaya. Además, parecía tan dócil, tan sumisa
Una salpicadura ocasionada por los chicos de Flavia lo trajo de regreso al jardín y él también se sumó a los muchos habitantes de la pileta en esa tarde de verano.
Aquel fue un asado como tantos, pero cuando al día siguiente todos se encontraron en el chárter, algo se intuía diferente y Flavia, Miguel y Latuada lo sabían aunque no lo reconocieran.

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