miércoles, 23 de enero de 2013

Capítulo 20: Enfrascados

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Enfrascados
Aunque muy pronto  supo cómo, dónde y cuánto, a Miguel  le costó  hacer los contactos necesarios. Puentear a Gonzalvez no resultó  fácil. Divar era un perro de presa y lo marcaba de cerca. Pero finalmente obtuvo el dato, y cerró el negocio a futuro con unos holandeses. Con esa sola operación sería suficiente. Lo concreto, preparar el material para el envío, fue bastante más simple. Los frasquitos de Domabrol eran los mismos que se usaban para envasar otros productos. Y para la plancha de etiquetas estaban las impresoras láser, iba a ser pan comido truchar las originales. Tuvo que esperar el momento en que no quedara nadie en el laboratorio y un día la cajita estuvo preparada y bien escondida, en espera de la oportunidad. Veinticinco frascos de esa sustancia que, en Europa, permitiría fabricar drogas de última generación, acechaban en el fondo de uno de los cajones del escritorio de Miguel -disfrazados de Domabrol- el momento oportuno para que él cambiara su vida para siempre.
   Los días transcurrían, y le resultaba difícil seguir adelante. Dormir junto a Clara era una tortura, aumentada por desayunar todos los días frente a los ojos de mirada inocente de Pauli, que procuraba  seguir con su vida sin enredarse en la de sus padres.
Sí. Pensándolo bien. Lo que le molestaba a Miguel de toda la gente a la que veía a diario eran los ojos. Los de Clara, los de Pauli pero también, los de sus compañeros de viaje. Miguel había pensado, con una lógica muy sensata, que en el trucho coche, él tendría, quizás, más oportunidades de pasar inadvertido que yendo y viniendo de City Bell en el suyo propio. Porque, no estaba seguro, pero tenía la sensación de que lo observaban, lo seguían. Tal vez Divar lo había dispuesto así. Y el chárter era entonces una pequeña fortaleza en movimiento que le permitía escudarse en la compañía de los demás hasta que llegara su momento.
¿O era Clara la que estaba interesada en controlarlo? También para esquivar ese control, y seguir en contacto con la uruguaya, era mejor el coche compartido por más piquetes o policía que lo detuviera.
Así, día tras día, Miguel subía al chárter para encontrar otras miradas. La de Doña Deolinda, la de Fernando o la de Bernarda. Él sabía que sabían. Aunque en el momento del beso apasionado no había visto que lo veían, había algo en el aire enrarecido del coche que no dejaba dudas. Y la mirada de Latuada completaba el tema. Con el sordo reproche del haber perdido a una mujer deseada por su culpa. Con la rabia apenas disimulada de no haber podido retener  a Flavia para sí. De haber sentido que se escurría sin remedio en brazos de Gómez. De ese mediocreingenieritoquenolellegabaaÉLalostalones.
Latuada. Latuada con sus anteojos de marco fino y vidrios gruesos. Su parsimonia y sus dobleces. Iba acumulando tanta rabia, tanta, que era imposible pensar que en algún momento no explotaría.
Ese mediocreingenieritoquenolellegabaaÉLalostalones le había quitado a la rubia que lo había ilusionado mantel abajo en tantos asaditos.
 Ese mediocreingenieritoquenolellegabaaÉLalostalones la había estado besando en sus narices, con una impunidad que lo hacía enfurecer de impotencia. 
Pero no faltaría oportunidad de vengarse. Todos tienen algún flanco débil, pensaba Latuada. Bien lo sabía como abogado. No faltaría oportunidad para vengarse.“No va a faltar oportunidad”, se repitió el abogado. Y se enfrascó en la lectura del diario que anunciaba que, en breve, la Corte Suprema declararía inconstitucionales un par de leyes muy importantes, lo que permitiría a la justicia iniciar decenas de juicios por hechos ocurridos unos años atrás. “Si yo no tuviera tantos amigos en las Fuerzas”, pensó Gonzalo Latuada. Y cambió de página, enfrascándose, entonces, en las últimas novedades económicas.
La crisis. La asquerosa crisis que venía azotando a la Argentina desde el 2001 comenzaba a ceder muy lentamente. La economía comenzaba a reactivarse pero los piqueteros seguían en sus trece de luchas y cortes a toda hora. El cabo, como siempre. Y los del chárter, sintiendo la misma impotencia y resentimiento que Latuada frente a la hazaña de Miguel con la uruguaya.

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