“La vieja sabe todo…”, le había dicho
Miguel a Flavia una noche después del beso y justo antes del “mucho más”.
-¿Y qué importa, Miguel, si no tiene nada de malo? Yo soy una mujer libre.
-Pero yo todavía vivo con Clara, y aunque entre nosotros ya no hay nada,
para el mundo seguimos casados… Además -agregó- me da miedo verla, es demasiado
misteriosa y esos pelos horribles, y ese flotar por sobre el asiento… ¡Es
demasiado!
-Yo ni la miro, Miguel, tengo ojos nada más que para vos últimamente. Y me
parece que a Berna le pasa lo mismo con Fernando. Este chárter está dando para
mucho más que ir y venir de La Plata a Buenos Aires…
Miguel había esperado que fuera noche cerrada para encontrarse con Flavia
en el chalet de césped prolijito y flores de bordura. Lo peor era que Flavia y
la madre de Clara eran vecinas, por lo que Miguel tuvo que ingresar al garaje
escondido en el piso del coche, lo que lo había colocado en una situación
decididamente ridícula.
El living, en penumbras, resultaba un tanto atemorizante, y Miguel no podía
dejar de imaginar a Fernando, en la casa de al lado, catalejo en mano, espiando
indecentemente. “En realidad, el indecente soy yo, que acepté esta cita
enseguida cuando Flavia me comentó que hoy estaría sin los chicos”, se dijo
Miguel en un soliloquio culposo a más no poder.
Estaba promediando el otoño. Habían tardado un poco en decidirse “al mucho
más”. En el entretiempo: algunos “after office”, en días en que el
chárter había sido cambiado por el coche de alguno de los dos.
La uruguaya había preparado la escena con los
ingredientes que se esperan para esas ocasiones. Un poco obvios, demás está
decirlo, pero qué iba a hacer si a ella le encantaban los fanales al tono de la
vela, las copas altas para el champagne y la lumbre del fuego bailoteando sobre
la blanca alfombra de piel, a los pies de la mesa ratona de diseño moderno.
Todo eso le gustaba tanto como los buenos perfumes y el tono de los ojos de Miguel
que deberían ser marrones pero eran grises o azulados según le diera el sol.
“Igualitos a los mi amor de Tacuarembó…”, sentía más que pensaba Flavia
mientras Miguel escanciaba las burbujas en las copas flauta sin talla pero de
insultante transparencia.
“La vieja sabe todo”. Miguel había pensado en voz
alta esta vez. Preso del miedo de ser descubierto en alguna de todas las
trampas que él mismo se estaba tendiendo. Trucho. Tanto en su matrimonio
inexistente como en el supuesto Domabrol que dormía en su cajón esperando la oportunidad. Trucho,
en su apariencia de pequeño y respetable aprendiz de burgués, como trucho
estaba siendo el cartelito de hombre decente que tenía colgado en la puerta de
su despacho.
Ninguna idea estaba en su lugar por esos días. Casi
hubiera preferido volver el reloj atrás, cuando construían la casa en City Bell
y a gatas llegaban a fin de mes y Paulieraasídechiquitita.
-¡Qué bien elegís la música!, había dicho, en un
intento de volver a disfrutar de la velada y del cuerpo a cuerpo con Flavia.
Elton John pedía mientras tanto, en inglés, que no
le rompieran el corazón y después preguntaba si alguien podía sentir el amor.
Mientras tanto Flavia invitaba a Miguel a acercarse al fuego. Al del hogar y al
de la piel blanca. La de la alfombra y la de las pocas zonas del cuerpo de la
uruguaya que se habían salvado del sol o de la lámpara. Y ahí, rodeados de
velas perfumadas y de la ambientación imaginada por ella, se enredaron por
primera vez. Por primera, no por última. Sonaba “Candle in the wind”. Y Flavia
se constituía en una nueva rubia inmolada con esa canción como fondo, como
antes lo fueran Marilyn y Diana. El aire olía a leña y a perfume caro. Y
Miguel. Miguel solamente trataba de retener cada centímetro cuadrado del cuerpo
de Flavia en la yema de sus dedos y en la memoria de su memoria. Como si esa
entrega que la mujer le sirviera en bandeja pudiera ahuyentar para siempre sus
dobleces y sus miedos.
Ya agotados no quisieron ir al dormitorio. Se
dispusieron a gozar del calor de la alfombra al calor del fuego pero, mientras
Flavia iba al cuarto en busca de una manta para cubrirse, a Miguel le pareció
ver entre las llamas la cara de Deolinda Benítez lanzando, desde sus cabellos,
gusanos a troche y moche.
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